CAPÍTULO 1: PROMESA
La infancia es probablemente la patria de las promesas. Una de las nuestras era ganarle al bocón de Federico.
Desde que llegó a la escuela se volvió el líder del curso. En los recreos, lo eligen primero para jugar al fútbol y se pasea canchero con su moto por el barrio, siempre con alguna de nuestras compañeras atrás.
Tengo doce años y suena “November Rain” en la tertulia en el quincho de Ángel. La luz del flash me pega directamente en los ojos, pero no quiero que Violeta se dé cuenta de que estoy incómodo. Temo que si giro bruscamente no quiera bailar más así que dejo que el flash me perfore la retina. Con los ojos chinos, al ritmo de la canción más hermosa del mundo, la acerco un poco más a mí. No es fácil porque sus codos están sobre mi pecho, como en una toma de taekwondo. De todos modos, como un ninja experto logro acercarla, de a poquito, hasta tener sus labios rozando los míos. Un hormigueo fuerte domina mi vientre, como si tuviera ganas de hacer pis pero no pudiera. En la boca del estómago siento una felicidad que jamás había sentido. Tengo miedo de intentar un beso y que me rechace. Puedo morir de vergüenza, pero ya estoy demasiado cerca para no intentarlo. Violeta tiene el mismo olor a la colonia de mamá, lo que hace que me guste todavía más. Mis amigos nos miran: soy yo bailando un lento con la más linda del curso; yo a segundos de saber cómo es chapar; yo lleno de miedo por si me rechaza; yo con mi boca cada vez más cerca de la suya, con nuestras frentes apoyadas, bailando hipnotizados y entonces ya no me importa tanto quedar ciego por el flash, ni las miradas y solo temo que la canción se termine estando tan cerca. Ella es fan de los Guns; yo lo sé porque vi el póster de Axel Rose en su pieza. Por eso até el buzo a mi cintura antes de entrar al quincho. De pronto, no sé cómo, sus brazos ceden, dejan de defenderse, mis labios rozan los suyos y las hormigas de mi vientre se transforman en alacranes. Algo mojado entra en mi boca –como un pececito–, y me doy cuenta de que es su lengua, esa que tantas veces vi explotar globos bazooka y ahora está tocando la mía. El olor a colonia me envuelve, el flash no se detiene, como si se prendiera y apagara al ritmo de nuestras lenguas, y no quiero que la canción termine nunca, no quiero tener que separarme, no quiero darme cuenta de que eso fue un beso, de que eso fue, finalmente, mi primer beso.
—Ya vuelvo —me dice Violeta y encara para la mesa de las cocas.
Yo la miro irse. Desde que entró al aula en tercer grado –con sus dos trenzas y sus chuflines azules– que me gusta. Ese día hacía mucho frío. Los inviernos en Cipolletti –nosotros le decimos Sipoleti como si la primera parte sonara a una simple afirmación, pero se pronuncia a lo italiano, en realidad: Chipolletti– son crudos, las calles se llenan de hielo y hay que andar con guantes, gorro y bufanda para no engriparse o agarrarse una neumonía como le pasó a Guille, que por eso mismo estuvo más de un mes sin ir a la escuela. Desde que la seño Juliana dijo su nombre y nos dio risa, porque Violeta es el nombre de un color, no de una persona, y ella se puso colorada mirando para abajo, que gusto de ella. Que gustamos de ella.
Con Bruno nos pasamos todo séptimo grado pensándola cada vez que él se quedaba a dormir en mi casa o yo en la suya. Mamá nos hacía tortas fritas mientras jugábamos al family game y, a la noche, cuando nos acostábamos, nos jurábamos que antes que el imbécil de Federico alguno de nosotros dos tenía que ser el primero en darle un beso. No ese cordobés agrandado que les gustaba a todas nuestras compañeras.
Todo esto pienso cuando empieza a sonar una de Nirvana, y yo vuelvo de mi clásica dispersión –en palabras de mamá– y entonces la veo: ahí, chapando contra la mesa de cocas con alguien que al principio no alcanzo a distinguir porque está de espalda, hasta que reconozco la camisa blanca a rayas verdes que le presté yo. Es Bruno, el hijo de puta de Bruno que la está chapando contra la mesa de cocas y chicitos, y a él, incluso, lo abraza por el cuello. Solamente dejan de besarse para reírse a carcajadas, cosa que me duele todavía más.
Me apuro a salir al patio sin que me vean. Estoy de remera manga corta con el buzo en la cintura y ganas de llorar, pero, como siempre en estos casos, empiezo a sudar. El humo del frío sale por mi boca y una fina capa de hielo recubre la pileta como todos los inviernos. Cuando éramos más chicos nos gustaba hacer un agujero en el hielo y meter sapos vivos al agua. Era gracioso verlos nadar bajo el hielo sin poder encontrar cómo salir. Dejamos de hacerlo cuando Bruno se puso pesado con eso de que había que respetar a todos los seres vivos. Entro a la pileta y camino sintiendo cómo en algunas partes el hielo cruje. Voy de un lado al otro, como un patinador enojado, largando el humo frío por la boca y la panza, ahora, se me retuerce de bronca. Cinco minutos antes era el pibe más feliz de la Patagonia.
Levanto la cabeza y veo a Bruno al borde de la pile.
Intenta fumar un cigarrillo, pero tose como un tarado –todavía no sabe tragar el humo como yo– y entonces me río fuerte. Me mira con su cara pecosa y siento ganas de tirarle un piedrazo –toscazo para nosotros–, pero no tengo nada a mano. Con el cigarrillo apagado en la boca sube a la capa de hielo y se me acerca. El hielo cruje y le grito que pare. Si sigue caminando nos vamos a hundir y morir de hipotermia. Se ríe con su estúpida risa contagiosa y avanza un paso más, hasta llegar a mi lado. Ahora sí el hielo se resquebraja fuerte y yo también me empiezo a reír por los nervios. Bruno me agarra del brazo y hacemos equilibrio como dos luchadores de sumo mientras el agua se cuela por todos lados y comienza a mojarnos los zapatos. Tengo los leñadores nuevos; mamá me va a matar cuando los vea. La placa de hielo sobre la que estamos parados se quiebra definitivamente y, antes de hundirnos, Bruno me hace señas para que mire para adentro. Al lado de la parrilla, donde hace un rato nomás comimos los patys, veo a Fede y a Violeta a los besos.
Salimos de la pileta temblando y completamente empapados. Todo el curso nos mira. Ángel, el dueño de casa, nos da rápido un toallón y mira preocupado hacia la habitación de sus padres. Violeta se ríe junto a Federico.
Nos vamos caminando con ropa prestada. Bruno se queda a dormir de nuevo. Caminamos las siete cuadras que nos separan de casa, Bruno prende un pucho –que le robó a la mamá de Ángel– y dice:
—Cumplimos la promesa.
No le respondo. En lo único que pienso es en lo que dirá mi vieja cuando vea mi ropa y mis zapatos. Bruno tose como un perro, no sé si por el frío o por el cigarrillo. Llegamos y, sin que mamá se despierte, nos metemos en la cama tapados hasta el cuello por varias frazadas.
Pienso en las palabras de Bruno. Tenía razón, cumplimos nuestra promesa. Los dos sonreímos en la oscuridad antes de dormir.
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