Antes de que termine el año, dejo por acá un surtido Bagley de libros publicados durante el 2024 para sobrevivir este verano incipiente —y evadir, al menos por un rato, el año que empieza—:
El lugar donde mueren los pájaros

Este año editorial Fiordo reeditó el segundo —y gran— libro de cuentos de Tomás Downey, publicado por primera vez en 2017, ahora con nuevo diseño de tapa (hay bosque, hay oscuridad, hay fuego, un preludio). Estos diez cuentos de Downey, que, como buen cuentista, mezcla géneros con destreza narrativa, trabajan la incomodidad, la extrañeza (la que está en lo fantástico o en la ciencia ficción —como puede ser la llegada de los Täkis—, pero, principalmente, la que se encuentra en lo cotidiano —como una noticia que se repite—), y tienen algo en común: personajes al límite de la ruptura. Y algo más: no se pueden soltar. Todos los cuentos son buenos, pero el último cuento, el que da título al libro e imagen a la tapa, es excelente.
Los ruidos vienen de la cocina

“Toda mudanza encubre un duelo”, así abre la segunda novela de Maia Debowicz, y esa sentencia de Flora, la narradora, como otras que se despliegan a lo largo del libro, funciona como un adelanto de lo que vendrá: primero se enuncia después se narra. A través de ese juego (enunciar, como migas que direccionan, para seguir un camino) la narradora se mete de lleno en los temas centrales del libro: mudanza, duelo, sí, pero, sobre todo, maternidad (todo tipo de maternidad; podríamos decir que toda maternidad es también una mudanza y encubre un duelo). La peculiaridad está en lo que la narradora materna: conejos. De hecho, maternar esos conejos hace que la narradora reflexione sobre el vínculo complejo (el “estrago materno”, lo llamaría Lacan) que tiene con Esther, su madre, un personaje fascinante (una madre al mejor estilo Livia Soprano, o mejor, la madre de Gornick), compuesto de manera descarnada por Debowicz, que, se nota, sabe como nadie de su atracción. “En boca de mi madre hasta lo lindo suena amenazante”, dice Flora en un momento, y esa amenaza —la de una madre al acecho—, se siente. ¿Cómo se contrasta? Con ternura, la que provocan los gazapos.
Mundo Loco – Guerra, Cine, Sexo

Como ya es costumbre, Editorial Godot vuelve a publicar (es el séptimo) un libro de ensayos del filósofo esloveno Slavoj Zizek, alguien que piensa nuestro mundo actual (el título ya adelanta su tesis: loco), como pocos. Esta vez, como advierte el subtítulo, lo hace a través de la guerra, el cine —uno de sus grandes placeres— y el sexo. El libro está dividido en tres partes: Ucrania, Hollywood y Asuntos relacionados. En la primera parte Zizek ensaya sobre la guerra en Ucrania (para el autor orquestada por la lumperburguesía), que se parece más a Cisjordania que a Israel; en la segunda parte, sus ensayos giran alrededor de la meca del cine, su giro moral, y lo analiza a través de películas muy diversas, que van de Black Widow a Nomadland, de Tar a Todo en todas partes al mismo tiempo o No mires arriba; y, en la última parte, discute del marxismo actual, habla del milagro de Chile, del recuerdo triste de Gorvachov y termina concluyendo acerca del problema del panasianismo. Una ensalada zizekiana que, como también es costumbre, ayuda a entender el estado crítico del mundo que nos toca habitar.
Plata y escama

Tres (tristes) tipos se van al delta de Rosario a pescar, se meten río adentro y ahí, entre conversaciones —y confesiones— al ritmo del agua, algo intangible (una presencia que no se ve pero se siente) los atraviesa. Magia negra (“¿Acaso no vivimos en un mundo controlado por la magia negra del capital?”), el porá, el pombero, leyendas, sueños, mensajes. Todo eso cruza a estos tres forasteros (“Acá todos somos forasteros”) del tiempo, nuestro tiempo. Darío, el Tarta, Wachín: el depredador vive en su tristeza, sí, son perdedores, sí, pero, sobre todo, son sobrevivientes. Con su prosa única, que mezcla calle —en este caso, naturaleza— y poesía, Mario Castells nos mete adentro de una historia mínima que cree en lo que cuenta. Este libro, como el que lee Darío de Juan L. Ortiz, es una especie de Sutra, a medio camino entre la épica y el delirio. Tiene sentido, Castells también es un poeta del paisaje. Agrego: y del lenguaje.
Pequeña novela de Oriente

Santiago Loza, quiero decir, el Santiago Loza de este libro, viaja y escribe, se escribe, a sí mismo, porque estas crónicas escritas en segunda persona tienen mucho de diario íntimo. Primero llega a Corea, en donde viaja a un festival de cine extraño y busca pasar desapercibido, casi como un espíritu (el debate de la película que va a presentar dura 5 minutos); luego sigue por Japón (Tokio, Kioto), en donde termina en un hotel cápsula de viajeros cansados y su presencia se funde con el lugar (se convierte en un misterio que nadie intenta develar); y, por último, toca China, la parte más extensa del libro, justo en el momento en que un virus extraño se empieza a expandir y los chinos aguardan en sus casas. El viaje, claro, se cancela, pero no importa, remite a otro, porque China, para él, es otra cosa, es Diana, una amiga de Singapur que se hizo en una residencia en una ciudad pequeña del interior de Estados Unidos. Entonces el libro, que empieza como una crónica de Oriente, se convierte, de repente, en una pequeña —y hermosa— novela de Occidente sobre una singapurense y un argentino. Desde la aparición de Diana, un personaje complejo y memorable (“Todo lo que conocías de Asia había estado mudo hasta el encuentro con Diana. Ella le puso voz. Diana era el Oriente”), el libro gira en torno a ella, se convierte en otra cosa: una posibilidad, un horizonte. En otras palabras, un entusiasmo olvidado.
Que pase algo pronto

Una joven de treinta y dos años vive con su perro en una casa alquilada de Buenos Aires y, como tiene una plata ahorrada, decide, contra lo que indica el sistema, no hacer nada, procrastinar, o mejor, comprarse tiempo, mascarlo (“tiempo, lo que hace falta”, diría el personaje de Paéz en “El viaje”, de Pino Solanas). La narradora rechaza propuestas laborales, juega con su perro, ve documentales —y filma el suyo; aunque también, podemos decir, lo escribe, así funciona la novela —. ¿Qué hacemos con el tiempo cuando lo tenemos?, esa es la gran pregunta que se hace el libro, la primera novela -aunque por ritmo y capas de lectura no lo parezca- de Agustina Espasandín, que logra reflejar el espíritu juvenil, llamémosle, de una época, ese que pase algo pronto del título. Una enseñanza: tener tiempo ayuda a mirar mejor (“Al fin y al cabo, mirar algo, dejando o no un registro, implica siempre perder lo mirado, y a prender a perder nunca es fácil”, dirá la narradora). Con reminiscencias a La novela luminosa de Levrero (¡ese avistaje continuo!, ese aire propenso a la melancolía), Espasandín ofrece algo muchas veces olvidado: una voz propia.