Hace poco más de seis meses, en una reunión de prensa que Kashio Ishiguro dio por la salida de su octava novela, Klara y el sol (Anagrama, 2021), el autor contó que el libro fue influenciado por su madre, que murió mientras lo terminaba. Dijo que su madre era como Terminator, pero el Terminator de la segunda película, porque si la primera película va de una figura amenazante, la segunda, en cambio, trata del padre total, el que hace todo para proteger al hijo. Y su madre era como Terminator, era como la madre de la película homónima de Bong Joon-ho, tenía un objetivo: proteger. Ese objetivo, esa influencia materna de Ishiguro, se ve en Klara, la androide protagonista de la novela, que protege sin perder la esperanza.
Klara es una amiga artificial, una AA configurada para cuidar personas, en su caso, a Josie, una adolescente enferma, frágil, en un mundo ídem, donde las personas se sienten solas, casi no socializan, se la pasan encerradas en su casas, mirando sus rectángulos (como se le llama a los celulares). Personas que pueden optar por una mejora genética para tener mejores posibilidades en el futuro, porque si lográs ser mejorado tenés parte del futuro garantizado. Todo esto está, pero es, como diría Moria, parte del decorado, y a Ishiguro no le interesa demasiado el decorado o, mejor, le interesa lo necesario, los géneros en su literatura son esencialmente marcos; entonces dosifica la información, la esparce. Ishiguro, esto ya lo sabemos, nunca explica de más.
Como no explicó de más en Nunca me abandones, esa grandísima novela que por temática (clones, androides, distopía) dialoga con esta última. Es más, Klara y el sol funciona como reverso, como respuesta a la historia triste, sin ninguna esperanza, de Kathy (Kathy y Klara, tan parecidas, tan diferentes). Acá, en cambio, por lo menos para Klara, hay esperanza, hay luz por todas partes, y a diferencia de Nunca me abandones, o de Lo que queda del día, el pasado no es una condena; de hecho, Klara no tiene pasado que remover, es puro futuro: la memoria (el gran tema del escritor junto con la pérdida y la pertenencia) se construye hacia adelante. Pero se construye.
Otra marca Ishiguro es la primera persona. A diferencia de los escritores que ven solo desventajas en ella –casi un pecado mortal–, Ishiguro hace de la limitación en la vista su gran ventaja, esto es porque le interesa lo que la gente no puede ver, la falta de perspectiva, justo lo que le pasa a Klara, que, como toda máquina, viene a la historia sin historia. “Debe ser fantástico. No echar de menos nada. No desear volver al pasado. No estar siempre mirando atrás”, le dice en un momento, al principio, la madre. La pregunta sería: ¿lo es?
Al estar narrada por Klara, entramos en su cabeza, vemos cómo piensa, qué siente (porque sí, siente: tiene miedo, se alegra, siente). Es más, tiene muchos sentimientos, como le responde a la madre cuando esta la envidia por creer que no los tiene. “Cuanto más observo, más sentimientos acumulo”, dice Klara, que cuanto más crece (al principio es como una bebé, enseguida una adolescente, después una madre y al final una abuela), más observa. La androide mira, los humanos prefieren no mirar.
Ahí está una de las claves de la novela: la mirada de Klara, que no está contaminada como la de los humanos. De entrada, desde que aparece expuesta en la tienda, se da cuenta de que lo que importa es la mirada y la ubicación. Klara entonces observa todo, y en su visión inocente (no ingenua, como la de Rosa, su amiga AA), extraña, va absorbiendo lo que ve. “Uno nunca sabe cómo saludar a una invitada como tú. Después de todo, ¿eres una invitada? ¿O te trato como a una aspiradora?”, le dice la madre de Rick, el vecino y mejor amigo de Josie, a Klara, y en su chicana se esconde una verdad, a fin de cuentas, la androide funciona, en efecto, como una aspiradora.
Una de las grandes preguntas que se hace la novela, a veces de manera soterrada, a veces a cielo abierto, es qué nos hace especiales, ¿hay algo que hace que seamos únicos, irremplazables? O de una forma más directa: ¿si una persona muere puede ser reemplazada? Por mucho que cueste, los humanos parecen finalmente creer que sí, que la ciencia logró probar que no hay nada único en nadie, nada que no se pueda copiar y transferir. Pero a Klara, hija de la ciencia, la experiencia, su experiencia, le dice otra cosa. De eso también se da cuenta por mirar.
A medida que Klara crece se va humanizando cada vez más, mientras que los humanos funcionan a la inversa, cuando crecen (como Josie, como Rick) se van deshumanizando o, mejor, robotizando, que sería sinónimo de reprimir los sentimientos; sí, como Stevens, el mayordomo impasible de Lo que queda del día. Y, sobre todo, van perdiendo la esperanza, en ellos mismos, en el mundo, en su bondad. Klara no. Klara nunca pierde la esperanza, no lo hace cuando oscurece, ni cuando con los años se da cuenta de que la que la necesitaba ya no la necesita (de esto ya hablaba Toy story, ¿no?), ella cree en que la bondad del mundo prevalecerá, en que el sol siempre va a salir. Sí, para Klara el sol, como para Fito Páez, es una divinidad.
Ahí hay una vuelta de tuerca en la literatura de Ishiguro, casi siempre nostálgica, incluso pesimista, no solo cuando se remota al pasado, sino también cuando, como en Nunca me abandones, miró al futuro. Entonces, hace más de quince años, cuando miró el presente para ver el futuro vio solo niebla (como “la niebla” de El gigante enterrado). En Klara y el sol esa niebla sigue estando, pero ahora la sensación es que, de un momento a otro, puede darle lugar al sol.
Hace poco más de seis meses, en una reunión de prensa que Kashio Ishiguro dio por la salida de su octava novela, el autor contó que sus personajes son intentos de encontrar una metáfora de la mayoría de nosotros como condición humana. Intenta hablar a través de ellos en relación a la sociedad. Acá lo hace de nuevo. Klara lo ve: lo que nos hace especiales no está en nosotros, está en los otros, los que nos quieren.