Quiero empezar esto diciendo que te robé. Sí, Ricardo, el primer cuento que me publicaron es un choreo a uno que escribiste cuando eras un pibe. Ya sé, en el lenguaje no hay propiedad privada, vos mismo decías que había que saber robar, pero no sé, me sentí sucio igual. No es que te robé la retórica, eso no lo puedo hacer, no me saldría, pero sí la operación. ¿El cuento? Uno de tus primeros: La loca y el relato del crimen. Tiene ese comienzo hipnótico que me enamoró: «Gordo, difuso, melancólico…». Ahí, en ese cuento, estaba condensado todo lo que ibas a escribir después. Digo, la relación entre literatura y experiencia, el modelo de relato como investigación, el enigma, el escritor detective (que no deja de ser un lector minucioso), en definitiva, mucho de la estructura policial, que tanto te gustaba.
Encima al cuento lo publicaron el año en que cambiaste de barrio. Qué enfermedad de mierda esa. Pero vos te la aguantaste como un campeón, “ando un poco embromado”, decías. Y seguiste escribiendo hasta el final, solo que en vez de las manos, usaste los ojos, lo cual tiene bastante sentido. Te cuento una cosa: este año salieron publicadas tus clases sobre Onetti, el libro quedó espectacular. ¡Cómo te gustaba el uruguayo! En él veías al escritor que supo, que pudo, metabolizar a Borges y a Arlt. ¿Pero hablabas de él? Hace poco Fabián, un amigo, decía que cuando hiciste los cursos en la UBA de las tres vanguardias de Walsh, Puig y Saer lo hiciste adrede porque son los escritores que dialogan con tu obra, y que decidiste omitir la cuarta vanguardia, la vanguardia de la alegría (de Gombrowicz a Aira, digamos), porque no dialoga con vos. Puede ser. Pero, ¿no hacen todos los que ensayan eso? Pienso en Aira, ya que lo nombramos, Aira ensaya sobre Copi, Pizarnik, Dalí, Russell, siempre está hablando de él. Aira ensaya sobre Aira y está bien. A la cancha se va con los amigos, ¿no?
Pero no me quiero ir de mambo. Te escribo porque me pidieron que hable sobre Los diarios de Emilio Renzi, tus diarios, no de tus novelas. La pregunta que me hago, que te hago, es ¿no son los diarios tu gran novela? Pienso en El oficio de escribir, tu diario preferido, y te cito a Pavese: «Todas las cosas que nos han sucedido son de una riqueza inagotable: todo retorno a ella las aumenta y las ensancha, las dota de relaciones y las profundiza». Esto estoy seguro de que lo leíste con lupa y lo llevaste a los cuadernos, con Kafka te pasaba algo parecido, porque vos leías los diarios como guías de viaje. Además, me acuerdo leerte decir que la unidad –y la experiencia– es siempre retrospectiva, una revelación tardía. Entonces repensar el pasado da un significado al tiempo.
Respondo a mi pregunta. Sí, creo que los diarios, los tres tomos –hace poco, en una decisión que creo acertada, los sacaron juntos en edición de bolsillo, esto tampoco lo sabías–, concebidos como un todo no solo constituyen un documento histórico o el testimonio de una época, sino que forman una novela inmensa. En algún momento escribiste que transcribir los diarios sería como escribir tu propia versión de En busca del tiempo perdido, esto de usar el género y su verdad (el material vivido) para escribir un clásico. Bueno, Ricardo, por si no lo sabías: misión cumplida.
Ahora, si tengo que seguir la división y me salgo del conjunto, a mí el que más me gustó es Los años de formación, el primero, el de tu iniciación, el que arrancaste en el ’57, con apenas dieciséis. ¿Por qué? Porque empatizo, porque me identifico con tus incertidumbres, a fin de cuentas, uno se arma de eso. Viste que tendemos a entronizar a los escritores que admiramos, bueno, ver que sufrías por lo mismo (la duda, el desánimo, la angustia) hizo que te humanizara y también que entendiera el poder sanador que puede tener la lectura. Siento que en estas páginas, en esa década que narras, se respira la juventud, un tiempo en el que todavía es posible tener esperanza.
Pero no es que los otros no me gusten. Creo que Los años felices, en donde escribís sobre los años que van del ´68 al ’75, es, como diría Leila Guerriero, un libro portentoso. Me interpela directamente eso de que, en esos años, fueras un escritor a la sombra, a contratiempo, alguien que quería ser reconocido pero no contaminado por los medios masivos. En este diario se ve claramente la locura de la pasión literaria, que turba y da vida con la misma fuerza. Y Renzi, y vos, relacionas todo con la literatura. Ah, en cuanto a lo que decís al final, suscribo, yo también quisiera saber más y escribir mejor.
A Un día en la vida, el del cierre, lo tengo más fresco. Otra cosa que no sabías es que a fines del año en que te mudaste a Chacarita, empecé a dar un taller que lleva justamente ese nombre, que a mí me lleva a vos y no a los Beatles. Está muy bien la división que haces acá, las tres partes. De la primera parte, Los años de la peste, me gusta eso de mostrarte como testigo de la historia, de sufrir esa historia siniestra que va del ’76 al ’82, sufriendo pero escribiendo. Porque es verdad que la narración alivia la pesadilla. De la segunda parte, que titulaste, o titularon, como el libro, es increíble como el relato confunde los años con los días, un día entero en tu vida, la vida de Renzi, que encierra en sus horas varios tiempos. Y en la última parte, Días sin fecha, me gusta que volvés al registro diario de la primera parte, el círculo, porque, a fin de cuentas, la vida es un diario. Aunque esta vez lo hacés con entradas sin fechar, con saltos de tiempo hasta llegar a la enfermedad que te consume y te impide seguir escribiendo a mano. No puedo imaginar lo que debe haber sido eso para vos.
Algo que pensé, que pienso, es que al editar tus diarios funcionaste como Arocena en Respiración artificial, el censor que lee de más, que interpreta en exceso. Es como si hubieses querido que viéramos al narrador como un editor, alguien que transcribe, que pasa a limpio, que corta y pega. Eso querías, ¿no? Que entendiéramos la importancia de lo que mostrás y lo que no, lo que decís y lo que omitís. Porque lo que aparece en las páginas es la parte de tu vida que decidís que aparezca, con tus caóticas series de repeticiones discontinuas (los bares, las lecturas, la política, la guita, la frustración, los amores esquivos tan pavesianos). Y si bien estas series no siguen un orden predeterminado, creo que hay una continuidad en la repetición, porque volvés siempre sobre lo mismo, tus obsesiones, pero en otro registro. También creo que lo ausente (viajes, personas, premios o controversias) se hace presente, lo que no se dice pero se sabe. Hacés una descripción elíptica, entonces el silencio, como a vos te gustaba, funciona como enigma a ser interpretado por nosotros, los lectores.
«Estoy convencido de que si no hubiera escrito los diarios jamás habría escrito otra cosa», le dijiste a Di Tella en 327 cuadernos, ese documental hermoso sobre el proceso de escritura de los diarios. No mentías, las anotaciones de los cuadernos dotan de relaciones a tu obra, la profundizan. Es como si hubieras preparado toda su obra para que sea justificada con la publicación de los diarios. Ahí está la base de todo: el germen y la composición. Sin los diarios no existiría Respiración Artificial, ni La ciudad ausente, ni Plata quemada, ni Blanco Nocturno, ni El camino de ida, ni hablar de los cuentos y ensayos, hasta las clases en Princeton o para la televisión pública. Lo increíble es que esto solo puede hacerlo alguien que mientras vivía ya andaba tendiendo hilos constructivos sobre su experiencia, ya desarrollaba una incubación creadora del material vivido. No sé cómo hacías. Pero sé que los diarios te funcionaban como un laboratorio de literatura potencial. Eso, hiciste un laboratorio con tu propia vida, hiciste ver la literatura en la vida y no al revés. También sé que te interesaba la construcción literaria de la vida de un artista y a eso te dedicaste en los diarios: a mostrarnos cómo te construías como escritor, la mano hecha a base de experimentos, ahí aparece el tono y el estilo que no dejaste nunca. Porque de esas reflexiones de los modos de hacer y leer literatura, de esas citas interminables que anotabas, de las experiencias o ficciones breves, surge tu estilo que decide la forma en que tus historias se mueven y fluyen.
No sé. Pienso que así como hay escritores que crean un modo o una fórmula de escritura, hay otros –pocos, como vos– que crean un modo de lectura. Leerte es, de alguna forma, aprender a leer de nuevo, a tu manera. Cuando te fuiste leí un artículo de Jorge Carrión que decía que, de un modo, leer e interpretarte es plagiarte como lector. Y es tal cual.
«Cuando decimos que no podemos dejar de leer una novela es porque queremos seguir escuchando la voz que narra», escribís en las últimas páginas de Un día en la vida. Quiero que sepas que eso es algo que sentimos como lectores con tus diarios, no los queremos soltar. Queremos seguir escuchando tu voz, que el eco de tus palabras no se termine. Y me deja tranquilo saber que va a ser así, que en la lectura tu voz se va a seguir escuchando, que nunca nos vas a dejar de hablar. Por eso, en fin, quiero decirte Ricardo, como le escribiste en esos mails que cruzaste con Bolaño antes de que muriera, que esto que escribo es en honor a la amistad que establecimos a través de tus libros.
Perdón, antes de terminar quiero confesarte algo, también te robé otro cuento, me daba vergüenza decírtelo al principio, decir que te robé dos veces. No te lo iba a decir, pero es así. Cuentas claras. También fue uno de los primeros: Mi amigo. Pero ojo, acá hay una justificación poética, lo hice para que cuando me preguntaran de dónde salió pudiera responder que, en realidad, salió de mi amigo.
