Paula Puebla escribe donde duele, donde molesta. Lo hizo con Una vida en presente (17 grises, 2018), su primera novela, y lo volvió a hacer ahora en El cuerpo es quien recuerda (Tusquets, 2022), una novela que retoma –y profundiza– los temas, o mejor, las obsesiones de la primera: maternidad, feminismos, sexualidad, fidelidad. Su escritura inteligente, llena de ideas, pica en la roca dura de las obsesiones para extraer algo nuevo que invita al lector a pensar, a mirar, las cosas desde otro lugar.
La novela cuenta la historia de tres mujeres diferentes (como diferente es la manera que la autora elige narrar cada historia): Rita, Nadiya y Victoria, hija, madre y madre. Sí, escribí bien. Lo que pasa es que una es madre gestante y otra es madre subrogante. Porque, claro, esta es una historia de subrogación. Por un lado, tenemos la historia de Rita, una joven rica que busca a su madre gestante, que necesita encontrarla para saber quién es (ella y la madre). Por el otro, tenemos la historia de Nadiya, una ucraniana que busca encontrar a Rita, la primera hija que entregó en subrogación; una mujer que se convierte en líder de las Madres Hermanas Ucraniana, un organismo que busca las hijas que fueron subrogadas a lo largo del mundo y lucha por dar a conocer la verdad. Y, por último, tenemos la historia de Victoria, la madre subrogante de Rita, una ex modelo de los noventa convertida en estandarte del feminismo progresista, que, al borde de la locura y la descomposición, pretende extender la mentira. En síntesis: tres mujeres dañadas que fueron atravesadas por una historia común.
“Quiero que discutamos hasta la locura dónde están los límites de nuestro cuerpo y del cuerpo de los otros”, dice Rita en un momento de rabia en la primera parte, y eso es justamente lo que hace la novela con las herramientas de la ficción: discute los límites, es decir, lo incómodo. Y lo hace sin señalar con el dedo, sin sermonear ni caer en la corrección política, Puebla hace otra cosa: muestra, desde la ficción, una realidad, como Nadiya, invisibilizada. Desde ahí es que reflexiona con agudeza sobre las diferentes concepciones del cuerpo, que es materia y es memoria.
El cuerpo es quien recuerda es una novela en la que los dolores de las protagonistas se perciben y se buscan. Es eso: una novela de búsqueda (de personas, pero también de identidad, de verdad, de salvación). En definitiva, como diría Rita, la búsqueda de una persona –este país lo sabe como pocos– es una historia misma.
***
Empecemos por el principio, ¿cómo nació la novela?
Nació hace varios años, a raíz de la sugerencia de un amigo para que escribiera una nota sobre subrogación de vientres. Durante varios años trabajé artículos que abordaban las contradicciones de las agendas feministas, y este tema era uno más para sumar en el auge de la ola verde y la discusión por la IVE. El problema fue que, cuando empecé a investigar, a interiorizarme en los pormenores, me di cuenta de que había “algo más” para narrar ahí y de que la información no le iba a hacer justicia a todo lo que había por decir. Entonces ahí empecé a imaginar una historia, a buscar registros, a tejer ficción y realidad. Empecé la escritura en 2019 y terminé el texto en plena cuarentena, con la distopía en la pantalla de todos los noticieros. Después fue esperar.
En El cuerpo es quien recuerda se abordan en profundidad y con crudeza temas que también se trataban en Una vida en presente, tu primera novela, ¿qué te lleva a volver a ellos?
Creo que en las primeras novelas está todo lo que a ese escritor o escritora interpela. Y que luego, en las publicaciones siguientes, hay una reedición de esas preocupaciones, de esas angustias, de esas llagas. Esta podría ser una hipótesis. Por otro lado, y ahora a nivel personal, después de un tiempo entendí que la escritura es la manera en la que pienso o “mejor pienso”, por decirlo de algún modo. Me gusta imaginar que agarro los temas como objetos y los estrello contra el piso para después, con paciencia, volver a armarlos. A mi modo. Como yo los entiendo. Como me gusta mostrarlos. Con sus fisuras, sus agujeros, sus contradicciones, sus marcas de nacimiento, sus dolores crónicos. No creo que haya algo del orden de la travesura, más bien es una módica rebeldía contra la forma unidimensional en la que la vida se nos muestra.
Así como uno de los grandes temas del libro es la maternidad (qué es y a dónde va), el otro, que el título ya adelanta, es la memoria, que, de diferentes maneras, persigue a las tres protagonistas (dos por buscar, una por esconder). Cito a la que esconde: ¿de qué sirve saber?
Podría decirte que saber sirve para “ser libre”, pero no saber -en muchos casos- sirve al mismo propósito, que es quizás la política de Victoria, una de las protagonistas. Sin embargo, en la novela, el saber persigue un asunto constitutivo y muy específico que es la identidad, el origen. El tener claro y presente quiénes somos, de dónde venimos. En este sentido, la novela dialoga con las políticas por la búsqueda de la identidad que en Argentina están súper presentes, ligadas al robo y la apropiación de bebés durante los años del terrorismo de Estado. Como sociedad entendimos que el saber “sirve”, y mucho, no solo a un nivel histórico-personal sino a nivel social, colectivo. Hay verdades que, en la vida de una persona, necesitan ser manifiestas para que exista el punto cero del cual partir, al cual aferrarse o del cual soltarse, al cual volver o del cual renegar, pero debe existir. Y no como información, sino como historia. No me parece que saber quién te gestó y parió sea un detalle que se pueda obviar sin, tarde o temprano, enfrentarse a las consecuencias. Lo que se advierte, muy fácilmente, es que la discusión sobre la identidad se reedita, esta vez gracias a la mano para nada invisible del mercado, la técnica. Y gracias también a ciertos ejemplares de la política también, que avalan la venta de órganos y de niños con una levedad mayúscula. Las preguntas sobre los derechos, sobre la identidad, sobre el significante “apropiación” adquieren más capas. Bueno, hay que prestarles atención para evitar el demasiado tarde.
El libro tiene tres voces femeninas muy diversas entre sí, por mapa y condición y por pensamiento, así y todo, las tres comparten historia y dolor, un dolor que viene desde el nacimiento por subrogación. Pienso en la novela, ¿se puede salir indemne de algo así?
Lo que en todo momento manifiestan Rita, Nadiya y Victoria es que no. Cada cual paga un peaje más o menos alto por las decisiones que tomó, con la diferencia de que Rita no participó en ningún momento de ninguna decisión. Rita, de algún modo, fue decidida como cualquiera de nosotros pero también privada de su historia. Por momentos, y sin saber que lo están, lo cierto es que las tres están atadas a la misma vida y creo que por la potencia de la herida. Hay tres mujeres sufrientes, tres cuerpos que recuerdan porque quieren o porque no pueden olvidar. ¿Cuál es la mayor víctima, la que sufre más? Bueno, ese es en tal caso una incógnita de lectura.
“Ser mamá es mucho mejor que ser mujer”, le dice el personaje de Bárbara, representante de las madres subrogantes en el país, a Rita. La novela muestra eso y también su opuesto: las madres hermanas ucranianas, como si mostrara las dos caras para que sea el lector el que tome posición. ¿Era lo que buscabas?
Una de las cosas que más me eyecta de la literatura es cuando la posición de lectura viene determinada por el autor. Cuando se apela a maniobras extorsivas, se alecciona, se direcciona ideológicamente, siempre, desde luego, para favorecer ese libro en el mercado de las buenas intenciones y la identificación. Así que sí, la intención de la novela fue sumar capas a una historia que ya es compleja de por sí. Por eso, desde el principio quise escribir de manera coral, para que cada voz tensara y aflojara la soga que le correspondía. Fue un desafío trabajar la polifonía pero en ese diálogo-no-diálogo hay un corazón y la oportunidad de cada personaje para contar su historia.
El cuerpo es fuente de memoria, es una máquina y también una flor, y es, sobre todo, político. ¿Dónde están los límites del cuerpo?
En la novela, y por fuera de la novela me atrevo a decir, creo que los límites del cuerpo están dictados por el mercado y los estados, supeditados a las condiciones que entre ellos generan. Al contrario de lo que dicta la militancia feminista de “mi cuerpo es mío” –con la cantidad de problemas que suscita esa elección del lenguaje–, nuestro cuerpo está a disponibilidad de una serie de situaciones que escapan de nuestra voluntad y nuestros márgenes de decisión. Y no me refiero solo a derechos reproductivos, sino a asuntos mucho más elementales como puede ser una enfermedad autoinmune, un virus mortal, una angustia. En otro nivel, nuestro cuerpo se pone al servicio de un trabajo, de una represión policial, de la industria farmacológica, del servicio público o privado de salud. La pandemia ha sido y es muestra de que en todo cuerpo hay una dimensión política que sería inocente obviar.
Me parece muy interesante que la novela se centre, al menos en la parte de Rita y de Victoria, en el poder real, digo, la clase alta argentina y sus personajes salidos algunos de la revista Noticias y otros de la revista Gente. ¿Qué te atrae de ese mundo?
Son las personas que dominan nuestra realidad, que toman decisiones, que desafían incluso al poder político, y en general la sacan bastante barata, ¿no? Hoy, y en los noventas, que es una década que todavía está siendo pensada, el dinero significa poder y blindaje, cuando no impunidad. Me resulta imposible pensar en el poder de nuestro país sin traer a colación a los Rocca, los Pagani, los Braun, los Macri, los Yabrán, los Andreani, los Coto, en ese sustrato ínfimo de la sociedad donde todo es posible. Y, para mí, ese “todo es posible” es la tintura madre de lo literario. Por otra parte, me gusta esa dimensión champagne de frivolidad y desparpajo, de ostentación, de cirugía estética, del pelo en pecho. Una de las escenas que más disfruté escribir fue la del verano de 1997, en la que el romance de Victoria comenzaba en el mismo lugar y la misma madrugada que asesinaron a José Luis Cabezas. Toda una simbología política de la época.
Última, en línea con la pregunta anterior, algo que resalta es cómo lo social (las luchas de clase, de sexos o de memoria) y lo político (el poder, la información) atraviesan a la historia dotando a la ficción de un realismo social casi documental, como si se adelantara a lo que viene, o mejor, como si ya lo supiera. ¿Lo pensaste así?
Me interesaba trastocar los bordes entre ficción y realidad, poner esas dos grandes zonas a discutir. Citar a Zizek con una declaración que no hizo pero podría decir, nombrar a Julian Assange para hablar del acceso a la información, esbozar el perfil de una actriz de Hollywood adicta a la maternidad por subrogación que no existe pero podría hacerlo tranquilamente. Porque, además, a la luz de los acontecimientos, veo que la realidad le está robando terreno a la ficción. ¿Por qué escribir una distopía sobre el alquiler de vientres si es un mercado que en determinados países, como Ucrania, existe hace dos décadas? En todo caso, me interesó encontrar un registro que orille lo documental y que, también, ponga en tensión entre el hoy y el futuro. El cuerpo es quien recuerda está ubicada temporalmente en 2025, que es un futuro que no está ni demasiado cerca ni demasiado lejos. Lo que sucede es que a estos ritmos y con la potencia de los acontecimientos globales –pandemia, guerra, migración, pobreza– se nos hace un tiempo difícil de asir. Quiero que mi literatura ponga a disponibilidad una crisis.