En Cicatriz, el segundo cuento de Nada dentro salvo el vacío, libro de Ana Catania que publicó AñosLuz editora a principios de este año apocalíptico, Julia, la protagonista, una actriz que acaba de parir a su segunda hija en medio de una crisis matrimonial, dice desde el hospital: “Sobre la cama se abre un abismo blanco, profundo; un hueco sin nada dentro salvo el vacío. Un vacío enorme que podría llenarse con cualquier cosa”. Ahí está. No solo el título, sino el hilo, la pregunta que buscan responder las protagonistas de los seis cuentos que forman el libro: ¿cómo llenar ese vacío? Porque una cosa está clara: cualquier cosa no es cualquier cosa.
Otro punto en común en los cuentos es que todas las protagonistas son mujeres, mujeres bellas y fuertes, como canta Santiago Motorizado. De repositoras a escritoras, de madres a colegialas. Es entonces un libro que adopta una mirada feminista, que está ahí adentro, en cada cuento, y que, Catania lo sabe, no hace falta resaltar. Porque ahí está su acierto: es mucho más potente lo que esas mujeres no dicen, lo que ella como autora decide no dejar.
A propósito de las mujeres (sí, eso fue en homenaje a Ginzburg), Nada dentro salvo el vacío no le esquiva a ningún tema: maternidad, embarazo, aborto, menstruación. Y habla también del amor que reduce a escombros (como diría Estela en Reposición: “no solo no salva, nunca es suficiente”), de los matrimonios fallidos, del desdoblamiento en la infidelidad, del vacío que trae la muerte, los grandes temas que se nota a la autora le obsesionan y les da voz en sus personajes, sin dejar que le quemen dentro.
Don de Lillo decía que el canon clásico del cuento yanqui se caracterizaba por ir en contra del final cerrado. Los cuentos no se acaban, se interrumpen. Algo de ese realismo sucio tan yanqui está en los cuentos de este libro. Leyéndolo te das cuenta inmediatamente de que Catania leyó a los grandes narradores norteamericanos (Hemingway, McMullers y Salinger más allá, Oates, Carver y Moore más acá), se nota la influencia profunda que tienen en su prosa, en lo que saca, en cómo construye la emoción a través de los objetos, que están impregnados de humanidad (el humo del cigarrillo, las luces de un árbol que titilan o la posición de las almohadas, por nombrar algunos). Pero, pensando en la red de lecturas de la autora, no son solo ellos, porque también se nota en el fraseo corto, contundente, en la respiración pausada, la influencia de escritoras como Munro o Atwood; me corrijo, no es solo que leyó a estos autores, sino que los metabolizó en su escritura.
Vuelvo al principio. Al final de Cicatriz, Julia piensa en que nadie le habló del lado vulnerable de la maternidad, nunca le hablaron del miedo, de la fragilidad que se siente. Pienso que ahí hay otro hilo fantasma, saquemos maternidad, pongamos cuerpo en su lugar, estos cuentos, todos ellos, hablan de lo que no se habla: de la fragilidad de los cuerpos. Como dice la narradora de Vals: “Es imposible que no haya huecos por donde no se filtre algo. Hasta en tu aparente control de las situaciones se colaba algo: el borde frágil de todas las cosas, de todas las personas”.
Terminemos con otro hilo: las protagonistas de estos cuentos miran, todo el tiempo miran, y mirar, está claro, es otra forma de leer. Como cuando Laura, la protagonista de Arreglos, el cuento más largo del libro, también en crisis matrimonial y con su madre agonizando, mira por la ventana y piensa desde el hospital que, incluso con un clima adverso o peligroso, afuera las cosas siempre se ven un poco más fáciles.