Leila Guerriero pone el cuerpo. En cada una de las columnas que forman parte de Teoría de la gravedad (Libros del Asteroide), libro que llegó al país un año después de haberse publicado en España, es como si vaciara el tanque. Sus columnas, más cerca de un poema que de lo que se suele entender por columna, son como esos dispositivos que explotan cuando uno se acerca. Arrasan.
En esta recopilación de los años escribiendo para la última página de El País, las columnas ganan músculo, intensifican su fuerza, como si se necesitaran así: cerca, atrayéndose. En ellas la autora, a través de la experiencia, metiendo el hocico en la memoria, le da vueltas a los temas que la obsesionan: la pérdida, el dolor, el desamor, la escritura; series que van y vienen, que por momentos toman distancia para reaparecer como si nunca se hubieran ido.
Repletas de citas poéticas (el libro funciona como puente a una gran variedad de poetas), las columnas tocan fibras sensibles, como si no fueran solo sobre algo, sino que fueran algo en sí. Incluso cuando el ojo está puesto en las ciudades (sea Junín o Turín), que también se leen. En ese sentido, Guerriero, cronista de nacimiento, funciona como una flâneuse que entra y sale, que mira sin ser notada. O mejor, que habla sin que la notemos.
“Haber escrito algo que te deja como un fusil disparado, aún sacudido y humeante, vaciado por entero de ti”, escribe Pavese en El oficio de vivir, el libro ardiente de Guerriero, que, como gran lectora, lo digiere en su escritura. Me ajusto: sus columnas son fogonazos que sacuden (tal vez a ella, seguro a nosotros) sin pedir perdón por la pólvora.
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Fotos: IG @librosdelasteroide -
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Escribiste durante varios años las columnas en la contraportada de El País. ¿Siempre tuviste en el horizonte la publicación de un libro?
Sí y no. Más o menos al año y medio de haber empezado las columnas ya tenía bastante relación con Luis Solano, el editor de Libros del Asteroide, una editorial que desde que salió me gustó, me interesó. Él me había pedido uno o dos prólogos para algunos libros, que hice con mucho placer. Un prólogo de Alan Pauls o de Rodrigo Fresán, por decir, me habían llevado a comprar un libro; me parecía que era bonito esto de hacer un prólogo que pudiera entusiasmar al lector e invitarlo a comprar el libro. Entonces lo conocí a Luis por haber trabajado de esta manera y porque siempre me recomendaba libros y la pegaba. Un día nos encontramos en la Central de Madrid a tomar un café y me preguntó si había pensado en transformar esas columnas en un libro. Y le dije que en algún momento se me pasó por la cabeza una recopilación, pero no funciono mucho así. Los libros que fueron recopilaciones (Frutos extraños, Plano americano, Zona de obras) siempre fueron propuestas de otros, de los editores, a mí no se me ocurre. Fue Luis el que me dijo que le interesaba publicar un libro con las columnas. Le dije que me parecía bárbaro pero que de todas maneras había pocas; en un año y medio, dos, no juntás muchas columnas para un libro. Sobre todo porque en ese momento estuvimos de acuerdo en que el libro no tenía que recopilar las columnas que hablaran de cuestiones coyunturales de las que hablaba: política, sociedad, iglesia, género, la votación o no de la ley del aborto, todas cosas de las que me ocupaba y me sigo ocupando.
Las columnas tenían en mi cabeza desde el principio dos vetas importantes. Unas eran todas estas que hablan más de la existencia humana, digamos, y todas sus alegrías y sus pesares. Y las otras que eran más coyunturales, que para mí tenían mucho peso pero estaba claro que todas esas no tenían que formar parte de este libro. Luis coincidió y me dijo que el libro tenía que tener una poética propia. Entonces le dije “esperemos hasta que se junte una cantidad de columnas determinadas y vemos”. Y bueno, pasó el tiempo; la verdad, no es un proyecto que tuve en la cabeza, hablé con él y ahí quedó. Nunca escribí una columna pensando en el horizonte del libro adelante hasta que en un momento del 2019 Luis me mandó un mail y me preguntó si yo ya creía que tenía la suficiente cantidad de columnas juntadas. Ahí me sorprendí, me acordé del libro en ese momento y conté y sí, había una enorme cantidad: 328 columnas acumuladas. Y lo que había que hacer era elegir las que creyera que fueran pertinentes para el libro.
¿Y tuviste que trabajar con un editor para esa selección?
Luis me dijo si quería trabajar con un editor que seleccionara las columnas y le dije que no, que la selección de los libros anteriores siempre la había hecho yo, a excepción de Frutos extraños. Y lo hice así porque sentí también muy fuertemente que la idea de editar el libro era escribirlo, en el sentido de encontrarle un relato, una narrativa. Entonces empecé a separar las columnas, que fue un lío, porque habían pasado cuatro o cinco años de todo eso, columnas semanales de 360 palabras; era muy difícil que el título solo, que era una palabra, me llevara a recordar lo que la columna contenía. Tuve que abrirlas todas, una por una, hacer un primer escardado, separar una primera cantidad. A veces había muchas columnas que abordaban lo mismo desde distintos puntos de vista y empecé a preguntarme si tenía sentido publicar cinco columnas o no. Después decidí que sí porque quería que cada paisaje del libro tuviera como un campo de expansión en el que ese mismo tema se expandiera, se contradijera. Había como varias opciones, como siempre ante una edición, y fue trabajoso, pero sabía que quería hacerlo yo. Terminé imprimiendo toda la selección final de las columnas porque me resultaba imposible trabajar en la computadora.
Habiendo hecho de editora de varios escritores (Mairal, Pauls, Enríquez), ¿cambia en algo editarse a una misma?
Yo creo que sí, que editarse a uno mismo debe ser distinto que editar a otro. Lo que me cuesta de editarme a mí misma, más que encontrar un orden, es releerme. En general, las columnas no tienen ningún cambio, están como fueron publicadas. Al ser textos cortos la posibilidad de errata es menor. Pero lo que me cuesta es releerme sobre todo en textos largos, volver a revisar todo. Suelo ser muy perezosa y más bien me concentro en encontrar el orden y después eso sí pasa por un corrector de estilo. Soy bastante minuciosa a la hora de escribir y a la hora de entregar el texto, cuando tengo que hacer un repaso de todo eso tiempo después confío en que el texto ya está, que no exige una revisión híper estricta porque ya fue revisado en su momento. Pero me concentro sobre todo en el orden. En este caso de las columnas no, porque eran muy cortas, es distinto si editás un libro de cien crónicas, que serían siete volúmenes, pero ya sabés que contiene cada una, el clima de cada una, son textos largos, son como casas. Esto era como pequeños ambientes, o como muebles. «¿Este qué era?» «¿Era una cómoda?» «¿Una mesa de luz?» «¿Dónde va?». Pero volviendo a la pregunta, creo que pongo la misma vara en términos de insistencia cuando me edito a mí y cuando edito a otra persona. No creo que haya diferencia en ese sentido, no es que me cuesta o que me perdono cosas, no, porque no dejaría que otro autor publicara cosas así, querría que brillara con todo su poder.
Si bien no hay un orden cronológico, el libro tiene una coherencia interna en su disposición, ¿qué orden seguiste?
El orden en este caso fue lo realmente complicado. No quería poner un orden cronológico, siempre me parece que el orden cronológico es lo más perezoso. Salvo que ese orden tenga algún sentido, que uno quiera mostrar la evolución, pero se puede demostrar de otras maneras. El libro de Mariana Enríquez, por ejemplo, El otro lado, termina mostrando el crecimiento de una cabeza, de una escritora, de un mundo, pero no lo pone en orden cronológico, como que son brotes. Y en este libro, si bien no quería un orden cronológico, no sabía cuál era el orden que quería. No tenía idea. Zonas temáticas, podía ser, pero tenían que ser sutiles, porque si iba a poner los padres, el pueblo, la infancia, la escritura, finalmente muchas de las columnas tenían un poco esos temas enredados y revueltos. Una columna que empezaba hablando de mi infancia terminaba hablando de la escritura y pasaba por mi padre o por mi madre. Entonces me decidí por una cosa más como un paisaje, una cosa medio climática. De empezar con un especie de estallido, de alarido, de declaración de principios, y de ahí pasar a otra cosa.
Cuando establecés esta disposición es importante pensar mucho en las transiciones, las columnas de transición, cómo vas a pasar de una zona climática más melancólica a una zona más estridente. Bueno, ahí necesitás una columna de pasaje y a su vez esa columna de pasaje no tiene que ser una columna poco importante, quiero decir, solo porque me sirve para transicionar de una cosa a la otra. Eso fue lo más complicado y lo terminé haciendo como te decía: imprimí todas las columnas en letra grandota, las dispuse en un gran cuadrado en el living de casa y las contemplaba desde la altura. Me subí a una silla y las miraba para capturar de qué iban y ahí fueron uniéndose, como un puzle, no sola, porque no creo en esas cosas, pero bueno, de alguna forma, cuando uno le va encontrando una lógica a veces te pasa que querés meter una columna ahí y decís “no hay manera, esto no va acá” y capaz esa columna inaugura otra zona, sirve de transición o lo que fuere. Encontrar la lógica interna del libro fue complicado, pero por eso te digo: para mí ordenar el libro era escribirlo. Siento que no es un patchwork sin sentido, para mí, por lo menos, lo tiene.
Escribís sobre Junín, la infancia, la familia, las parejas y los viajes, situaciones que te involucran, pero no parece que hablaras de vos, o mejor, la sensación es que nunca te mostrás del todo, como si vivieras oculta. Eso se entiende en el perfil o en la crónica donde el protagonista es otro, la pregunta es: ¿cómo hacés para desaparecer acá?
Creo que más que nada es una convicción. Y es una convicción periodística, te diría, que es que mi historia no le interesa a nadie, salvo que este puesta al servicio de contar algo más grande. Entonces si traigo una historia de mi infancia, o de Junín, no sé, parto de un libro de Stephen King y termino hablando de Derry y creo que eso conecta con mucha gente que ha vivido en ciudades así, que tiene esa situación de base. Si hablo de una situación X en la Pampa termino hablando más bien del coraje, o de la falta del coraje. O si hablo de la muerte de un familiar termino hablando de cómo uno termina finalmente perdiendo cosas a pesar de que todos los aforismos del mundo se empeñan en decir “no, lo que fue tuyo nunca dejará de serlo” y esa cháchara. Entonces hay como un trabajo contra ciertos pensamientos bonachones, establecidos, cosas que no se discuten, partiendo de una experiencia propia, genuina, pero no poniéndola tan en primer plano como para que termine siendo esa la experiencia que cuente, sino algo más grande. Creo que lo que funciona es que mi presencia en las columnas es como una especie de telón discreto, aunque aparece muy en primer plano, que provoca una suerte de campo en expansión de otras cosas. Dejan una niebla de melancolía o de euforia o de alivio que, bueno, de alguna manera conecta con algo más grande que la experiencia de un sujeto único que no le interesa a nadie.
En el medio del libro aparecen 18 instrucciones, muy en la línea de Autoayuda de Lorrie Moore, escritas como la contracara de ese tipo de libros, en tu caso son instrucciones para el derrumbe, para salvar el odio. ¿Por qué decidiste incluir estas ficciones en un libro de no ficción?
En principio porque formaban parte de las columnas que estaban en la última página. Esa prueba con las instrucciones fue muy rara, porque cuando publiqué la primera dije “me van a sacar carpiendo”, “me van a decir algo”, “señora, este lugar no está para escribir cuentos”. Pero hubo una especie de fruición lectora por esa serie. Mi manera de darme cuenta de esa respuesta de la gente que las lee es cuando entrás en contacto en ferias de libro, en encuentros con lectores y todo eso. Habían columnas que habían pegado, como la de amasar el pan, pero las instrucciones estaban siempre presente. Y las instrucciones son claramente artefactos de ficción pero, por supuesto, están basadas en cuestiones o que me han pasado a mí o cosas que he leído o que he visto e intuido, alguna cena incómoda con amigos o no tan amigos, viste cuando decís “acá esto está raro”. No te digo que a la gente que vi comportarse de esa manera terminó divorciada, pero me preguntaba “¿qué pasa si estiro esto y lo extremo?”. Yo no tengo en la cabeza un escritor de ficción, pero me imagino que funciona un poco así: tomar una situación de la realidad y extremarla. Por eso me resultaba tan difícil, por eso son pocas y fueron encontrando su camino de a poco.
En realidad, lo que pensaba era incluir en el libro las instrucciones que estaban referidas al momento en que el amor se termina, que se termina a veces mucho antes de que la gente termina de estar junta, en ese momento que algo hace ruido. Pero hay muchas que son acerca del duelo, cosas distintas, y al final terminamos poniendo todas. A mí es un experimento que me gustó hacer, de hecho, lo sigo haciendo cada tanto en la columna que escribo ahora en El País semanal, es como un artefacto que cuanto peor es lo que narra es mejor. Y sí, están claramente inspiradas en el libro Autoayuda de Lorrie Moore, son instrucciones para la destrucción.
Me pareció que había que ponerlas porque formaban parte de ese cuerpo de columnas, fue parte de ese experimento, si iba a recopilar la esencia de ese laboratorio que proponía mirar la experiencia humana muy en primer plano, bueno, estas columnas fueron parte de esa observación. Y no me parecía que tuviera sentido dejarlas afuera, aunque fueran artefactos de ficción, que es la única ficción que escribí en décadas. Así que por eso están ahí.
Hay algo que salta a la vista que es la influencia de la poesía, la cita poética (contrabandear poemas, como decís), de poetas muy disímiles encima, digo, de Glück a Blatt, de Olds a Vilariño. ¿Cómo funcionó la poesía en la construcción de las columnas?
Mirá, yo siempre leí poesía. Tengo el recuerdo de en algún momento de la adolescencia haber escrito algunos poemas, pero sobre todo leía mucha poesía. Al principio como en todo, como en la narrativa también, entrás un poco por lo obvio, por lo más conocido, por lo que encontrás en los anaqueles, porque un poeta te va llevando a otro. Pero no voy a decirte que leía a Louise Glück cuando no sabía quién era, no tenía idea quién era Viel Temperley, leía a Machado, a Bécquer, Sor Juana, todos los poetas místicos me volaban la cabeza: Góngora, Quevedo. Siempre digo que la creación de un oído musical para la prosa se fundó o se formó mucho en la poesía. De hecho, las prosas que más me gustan, como la de Lorrie Moore, no son poéticas pero sí muy sonoras, tienen una sonoridad, un carácter. A mí la prosa que me deslumbra tiene una voz muy fuerte. Ahora justo estoy leyendo la última novela de Alejandro Zambra, Poeta chileno, y leí las tres primeras páginas y sentí que había una voz que me estaba contando todo eso en off de una manera maravillosa. Entonces la poesía, para mí, a la hora de escribir, tiene mucha influencia. Me dio la oreja, la escala métrica, me colocó en un lugar de mucha atención a las rimas no buscadas, que reviso mucho, escapo mucho. A veces no, a veces quiero que eso se note mucho, ahí subrayo a las rimas, la métrica. En columnas como Mamita, por ejemplo, que son columnas que parecen fáciles en términos de que parece un aluvión de pensamientos, hay un juego con la métrica, cuando querés que la cosa se empiece a tornar más agresiva le tenés que empezar a subir el ecualizador, ecualizar más alto, después bajar. Y creo que muchas de esas cosas, de ese trabajo con la sensualidad del texto, viene en gran parte de la poesía, se me ha quedado pegado y lo busco permanentemente. Siempre busco deslumbrarme con poetas.
Pensaba también que en muchos casos son columnas/poemas, es notorio cómo se metabolizan esas lecturas poéticas hasta hacerse verdaderos poemas en prosa, como pasa en Mamita. ¿Buscabas ese vínculo?
Con las columnas lo que me pasaba a veces son varias cosas. Primero, que tenía una columna casi armada y no terminaba de encontrarle algo que coagulara todo ese sentido. Entonces, de pronto, empezaba a revisar poemas de autores que me parecía que podían tener algo que ver con esa zona climática que había logrado en la columna y encontraba un verso que, de alguna forma, daba el colofón. Una voz muy fuerte que decía cosas que yo no hubiera podido decir por pudor, de una manera más taxativa. Que Yeats diga algo siento que es mucho más autorizado que lo diga yo, me hace pensar “no estoy loca, él pensó lo mismo”. Otra cosa que me pasaba es que leía un verso y ese verso, impensadamente, me brotaba una fuente, diez mil cosas para escribir una columna y a veces ese verso terminaba engarzado en el medio de la columna. Y me gustó mucho también la idea de transformar la columna en un contrabando de versos en torno a cierta coherencia. La poesía fue súper importante y, por otra parte, hay mucha poesía en las columnas que ni siquiera se ve; quiero decir, libros de poesía que estaba leyendo en determinado momento y me inspiraron a escribir determinadas cosas sin necesariamente citarlos.
Hay una columna sobre Piglia, cerca del final, en donde decís que en una entrevista te preguntaron para qué sirven los libros y respondiste algo, pero que en realidad tendrías que haber respondido que los libros sirven para una sola cosa: salvarnos la vida. ¿Responderías ahora lo mismo?
Si tuviera que verme obligada a dar una respuesta así como muy reducida, sin posibilidad de expandirme mucho, sí, creo que sí. Creo que salvan. A veces salvan hundiendo, ¿no? Digo, uno lee el Libro del desasosiego de Pessoa o El oficio de vivir de Pavese y uno se siente salvado simplemente por la experiencia terrible de otro que ha terminado muy mal. Pero esa generosidad de contar esa experiencia terrible de alguna forma funciona como antídoto. Viste que el veneno para las víboras se hace con el propio veneno de las víboras. Siento que de alguna forma algunos libros funcionan de esa manera. Por supuesto leer es una forma de apartarse del mundo, uno lee porque también quiere recuperar la experiencia lectora, esa separación del mundo que lográs cuando leés, que también sucede cuando ves una gran película, por ejemplo. Esa suspensión total del mundo. Y uno se transforma en lector a lo mejor por hacerse adicto a esa experiencia, poder encontrar esa experiencia una y otra y otra vez. Después te transformás en alguien mucho más sofisticado, buscando una experiencia estética, mil cosas. Pero sí, hay libros que te salvan.
Foto portada: Cortesía Emanuel Zerbos