La sal de Adriana Riva

La relación entre madre e hija es un tema que en literatura dio grandes libros, entre ellos, por ejemplo, Apegos feroces, de Vivian Gornick. Un libro con el que La Sal, primera novela de Adriana Riva, publicada por Odelia Editora, dialoga, y dialoga porque Riva, como Gornick, narra la crudeza del vínculo madre-hija como si fuera un plato seco, sin sal, y lo hace a través de imágenes que se incrustan en los ojos como un pedazo de vidrio en la planta del pie. Acá no hay dulzura en ninguna parte. Hay una hija, Ema, la protagonista, la narradora, y hay una madre, Elena, y entre ellas una distancia inalcanzable.

La novela está dividida en tres partes: la caída, el viaje y el parto. En el primer capítulo, Ema, ya madre de un nene y embarazada por segunda vez, recuerda un accidente que tuvo de chica, cuando cayó de espalda del techo de la casa familiar en Mar del Plata y casi queda paralítica, pasando seis meses enyesada y en horizontal. El viaje, el capítulo más largo, es un viaje que hacen a La Pampa, a Macachín, el pueblito donde nació su mamá y vivió con su hermana Sara en su infancia y adolescencia, así que es un viaje familiar en el tiempo, del presente al pasado. Y es familiar porque en el auto van: Elena, Sara, Julia y Ema, es decir, dos parejas de hermanas. Por último, está el parto, el capítulo más corto, el del nacimiento de otra mujer, una nueva hija. No digamos más. O sí, dejemos flotando la pregunta que se hace Ema: ¿dónde empieza y dónde termina una familia?

«Sentí que mamá era una suerte de inmensa piedra de gravedad que me magnetizaba pero a la vez me oprimía el pecho», dice Ema al principio, cuando recuerda su caída, y es una sensación que vamos a sentir a lo largo de todo el libro: la sensación de que a Ema le falta el aire porque su madre se devora el oxígeno. Pero si bien le cuesta respirar, se mantiene bajo su dependencia. Porque entre ellas podrá no haber intimidad, pero sí hay atracción, una atracción por entender, que es la de la hija. Y mientras piensa a su madre, se piensa como madre. Ema sabe que las hijas contienen a sus madres, y, aunque se esfuerce por no parecerse a la suya, ¿son realmente tan distintas? 

En ese viaje a Macachín, Ema va enterarse de cosas de Elena que no sabía y la va entender un poco más, se va a dar cuenta de que nadie forma su propio yo de la nada. Todo, siempre, es más complejo. La salina, que para su tía es el paraíso y para Elena es roja y desolada como el infierno, para Ema es un charco de agua blanca que no dice nada. Cada uno ve lo que ve. Y ella va a verse en el espejo con su madre y se va a preguntar si la relación es una ruta de una sola mano, o si el apego se construye de a dos. En este caso, dos mujeres con inhibiciones sorprendentemente similares unidas en virtud de haber vivido bajo la misma órbita. 

Hay una escena demoledora cerca del final de Dolor y Gloria, la última película de Almodóvar, en donde la madre vieja y enferma mira a su hijo gay, la clave de la película está ahí: en la honestidad de la mirada, y le suelta “no has sido un buen hijo”. El hijo no responde, sus ojos tristes eligen el silencio y ese momento, también, pasa, y madre e hijo estarán juntos hasta el final porque una madre es una madre. En La sal podría haberse dado una escena similar pero al revés. Ema podría haberle dicho a Elena: “no fuiste una buena madre”. Pero no hace falta, porque su madre lo va a decir sola, se va a hacer cargo de su clase, en una escena también demoledora. Lo hace durante el viaje, mientras toman el desayuno a solas en el hotel del pueblo, cuando le confiesa que ella la vio de chica subirse a la escalera, vio el peligro y no hizo nada, y después la vio caerse y se quedó paralizada. Ema escucha con la rabia profunda del amor y también elige el silencio, porque el silencio entre ellas es siempre una interrupción. A esa altura ya está claro, la pregunta que intenta responderse Ema durante todo el viaje, durante todo el libro, es: ¿Por qué? O, mejor, ¿quién es esa mujer?

Quizá nunca llegue a saberlo del todo, a fin de cuentas, la maternidad es insondable. Pero recreando su historia algunas cosas sabe. ¿Qué gusto tiene la sal?, preguntaba Carlitos Balá, y un coro de nenes alegres respondía: ¡salado! Frente a esa pregunta Elena seguramente se hubiera quedado callada, ¿y Ema? Probablemente también. Porque, ella ahora sabe, la sal sala pero también puede lastimar. 

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