Eduardo Halfon: “Todo lo que he escrito funciona bajo esa óptica de buscar lo pequeño”

Biblioteca bizarra, de Eduardo Halfon (Ediciones Godot, 2020), es un libro particular, que parece resistirse al encasillamiento. Un libro compuesto de crónicas, textos, ensayos, pónganle el nombre que más les guste, que funcionan como cuentos: con la anécdota en apariencia mínima como materia prima.

Los siete textos que aparecen en el libro son textos que Halfon escribe a partir de la vida personal, es decir, utiliza la experiencia propia como motor narrativo para hablar de bibliotecas, de viajes, de su hijo por nacer, de sus países. Y lo hace a partir de la memoria, que activa no solo hacia atrás, sino también hacia adelante, modelando los recuerdos con mano de artesano. 

Hay en estos textos, a su vez, un uso preciso de la cita literaria (lo que, en cierto punto, remite a Vila-Matas). Aparece, por ejemplo, esta cita de Flannery O´Connor: “cuanto más se ve un objeto, más mundo se ve en él”. Algo que el autor lleva a la práctica en Biblioteca bizarra, ya que viendo libros abre un universo.

Halfon, como el gran cuentista que es, sabe hacer de lo insignificante algo trascendente, de la nada unas cuantas páginas que lo contienen todo.

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Biblioteca bizarra es un libro extraño, difícil de catalogar, es decir, son ensayos a partir de una vida, o mejor, la vida como centro de ensayos a partir de la memoria, ¿cómo surgió la idea? ¿Qué querías lograr?

Los textos de Biblioteca bizarra, como sucede en casi todos mis libros, se juntaron de una manera muy espontánea. En otras palabras: yo no sabía que estaba escribiendo Biblioteca bizarra. Estaba escribiendo algunas crónicas que se acercaban al ensayo, que no eran exactamente ensayos, pero se acercaban a ellos. Algunas bajo pedido, otras porque me surgía la idea, pero sin pensar en un libro. Luego me di cuenta de que juntando algunas de las crónicas que había escrito en los últimos años se formaba un tipo de viaje literario. Hay una selección muy cuidada, y están puestas en un orden también muy deliberado. No es casual que empieza con una crónica sobre libros pero luego se va alejando la voz narrativa del tema de libro y acercando a otra cosa. Entonces fue un proceso muy espontáneo, muy orgánico, muy placentero, y nada planificado.

Empezás el libro hablando de las bibliotecas bizarras que le dan título, que van desde bibliotecas con libros viejos hasta amigos que no guardan libros, ¿qué significa para vos la biblioteca personal?

La bibilioteca personal para mí ha cambiado mucho en los últimos diez años. El verano pasado estuve en Guatemala y me tocó ordenar mi biblioteca, que es donde están la mayor parte de mis libros. Pero es una biblioteca personal muy particular porque son los libros que acumulé cuando me convertí en lector y, posteriormente, en escritor. Entonces hay una serie de autores, una serie de lecturas, incluso de anotaciones en esos libros. Mi primera biblioteca personal se quedó estancada en el tiempo. El año pasado revisité ese momento y era como leer la biblioteca de un Halfon de hace quince años. De un hombre que está empezando a leer, que está queriendo escribir. Ya mi biblioteca no es esa. Desde el 2007, cuando salgo de Guatemala, mis libros se han ido quedando en el camino. Me refiero a los nuevos libros, que han ido quedando en cajas. Me hago de muy poco libro nuevo, trato de leer en bibliotecas, porque sé que siempre me estoy mudando y no me quiero hacer de peso. He perdido el fetiche por el libro, el fijarme en cómo otros agrupan u ordenan sus libros. Creo que de ahí surge el texto “Biblioteca bizarra”, de ese narrador que va por el mundo fijándose en las bibliotecas de otros. 

En “Los desechables” contás de aquel encuentro con los ex drogadictos en Bogotá y ahí hay una operación muy potente: no hay respuestas del escritor, solo preguntas de los desechables, como si les dieras voz, por un lado, y también, por el otro, como si bajaras de un pedestal a la profesión. ¿Era la idea?

Fui invitado a Bogotá por un programa que se llama “Bogotá contada”, en el cual invitan a escritores de toda hispanoamerica a pasar un tiempo en Bogotá y luego escribir un texto sobre la ciudad. Entonces tenía la presión de tener que escribir algo. Y tenía por supuesto todo el cinismo del escritor siendo escritor, no escribiendo, sino siendo escritor, yendo a evento tras evento. Y en todos se repetía el mismo patrón, el mismo ejercicio de preguntas, la misma fórmula. Pero de pronto me topo con un público como el que describo, en el que todo eso se vuelca de cabeza y entonces, sí, las preguntas de ellos toman otro tono. Cuando estaba escribiendo la crónica y recordando esas preguntas me pareció necesario que lo que destacara, que la voz que quedara, fuera la de ellos; la pregunta en ese momento es mucho más importante que la respuesta. Además, yo no sé si tenía las respuestas para esas preguntas, no sé si las tengo. Fueron preguntas muy difíciles. Un escritor lleva ya sus respuestas fórmula y yo no llevaba respuestas fórmula para esas preguntas y lo me pareció maravilloso. 

Eduardo Halfon en Biblioteca Puente Aranda

Recién hablabas del discurso público del escritor, de que no es lo mismo escribir que ser escritor y me interesa ahondar un poco en eso.

Es una escisión bastante clara. Pienso mucho en el texto de Borges, “Borges y yo”, en donde él separa a estas dos personas. El Borges que escribe y el Borges que va por el mundo y se detiene para mirar el arco de un zaguán. En mi caso, veo más la escisión en todo el mundillo literario (festivales, ferias, incluso esto: dar una entrevista), que no tiene nada que ver con sentarme y redactar una frase, un párrafo, un cuento. Son dos oficios completamente distintos. Ni siquiera sé si complementarios. A veces pienso que no, pero también sé que es necesario este otro lado de la ecuación literaria, el hablar de nuestros libros. A mí me gusta como lector escuchar a otros autores. Entonces tiene su valor, pero son dos cosas distintas.

En “Halfon, boy” le escribís una carta a tu hijo que todavía no nació y lo hacés atravesado por la traducción que estabas haciendo en ese momento de William Carlos Williams. ¿Fue su literatura un medicamento para tus inseguridades de padre primerizo? 

Lo que fue un medicamento fue hablarle a mi hijo no nacido. Ha sido la única vez en mis casi veinte años de escribir en la cual la escritura resultó ser un bálsamo. Como narro en el texto, estaba muy nervioso durante el embarazo. Sabía lo que se venía, el cambio de vida rotundo y absoluto que iba a ser tener un hijo a los cuarenta y cinco años. A cualquier edad, en realidad. Y de pronto escribo esas primeras líneas, “tú eras una uva”, “yo no te quería como hijo”, le empiezo a hablar a él y poco a poco voy aceptando la paternidad. Así mi ansiedad va disminuyendo, vuelvo a dormir. Supongo que él cobró vida en ese momento; es decir, él dejó de ser una idea y de pronto ahí lo tenía mientras traducía a William Carlos Williams y le hablaba de esa traducción. Para mí la escritura nunca ha sido de ayuda de ningún tipo. No me siento mejor después de haber escrito un libro. No he resuelto nada. No me entiendo más. Quizá eso sí me pasa como lector, pero la escritura no, para mí es más un oficio, es difícil, es un trabajo, pero no es un medicamento. En este caso particular sí lo fue.

En el ensayo que le sigue, “Saint-Nazaire”, decís que “la vida misma está codificada en detalles nimios, donde parece no haber mayor cosa”, y creo que en cierto sentido Biblioteca Bizarra es eso: una recolección caprichosa de detalles nimios de tu vida, ¿lo pensaste así?

No lo pensé así, pero es cierto lo que decís. En ese sentido, creo que todo lo que he escrito funciona bajo esa óptica de buscar lo pequeño o lo nimio. Es el oficio del cuentista, y estos son cuentos. Los podemos llamar crónicas o textos o ensayos, pero en realidad son cuentos, son muy narrativos. Y para el cuentista lo pequeño es mucho más importante, lo que parece intrascendente y resulta ser trascendente a través de la literatura. Entonces es mi manera de escribir: no veo la narrativa desde grandes ideas o desde grandes historias, sino desde pequeñas. No es casualidad que cuando junto unas cuantas estén unidas por ese hilo.

Cerca del final hablás de la memoria infantil, de los recuerdos en tu Guatemala natal y como justamente la literatura es el arte de manipularlos. ¿Pensás que la memoria es la herramienta fundamental del escritor? 

Sí, la memoria es fundamental en la escritura. A veces es codificada o encubierta, pero siempre es importante, aún más en mi tipo de escritura, que es casi una escritura basada en la memoria. O que surge a partir de una memoria, aunque esa memoria sea equivocada. Pero es la memoria el punto de partida de toda la construcción que viene después, que es la ficción, y la manipulación, y el artificio. Pero todo eso surge a partir de una memoria.

Terminás contando un episodio bastante oscuro o al menos incómodo en Guatemala que te obligó a huir, pero también en tus escritos se transmite la conexión con el país, ¿qué es Guatemala para vos?

Tengo una relación bastante compleja con Guatemala. Es el país en el cual nací pero que abandoné muy rápidamente, a los diez años. Aunque tampoco crecí ahí, realmente. Mi infancia en Guatemala fue muy peculiar, creciendo como niño judío en un país absolutamente católico, entonces siempre estás fuera. Mis amigos hacían primera comunión y yo no, celebraban navidad y yo no, comían fiambre para el día de los muertos y yo no. Todo el sistema, toda la cultura, está basada en algo del cual no formas parte. Prohibido jugar. Podés ver el partido pero no jugar. Desde niño ya tenía una sensación de extranjero en Guatemala y luego me voy y me vuelvo un extranjero. Ahora, años después, sigo afuera, y lo que me vuelve a cautivar es la Guatemala literaria. Guatemala como literatura, Guatemala como memoria, la Guatemala que veo desde lejos.

Foto de portada: Esteban Chinchilla

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