Denis Fernandez: “Creo que somos nuestros propios destructores”

Denis Fernandez

A finales del año pasado Denis Fernandez publicó Especie salvaje (Notanpuan, 2020), un libro inclasificable, o mejor, un libro beckettiano, que para el caso es lo mismo pero suena más lindo. ¿Por qué beckettiano? Porque es un libro, como la trilogía del irlandés, que trabaja la descomposición de la subjetividad. Si bien hay una primera persona (un niño enfermo), es como si esa voz que narra no tuviera cuerpo, como si no fuera la expresión de un sujeto. En ese sentido, en Especie salvaje la escritura parece emancipada.

La historia: un niño de 9 años enferma porque le entró la pata de cabra, lo que para los curanderos es producto de almas muertas que se aferran a cuerpos sanos para ir comiéndolos por dentro, propagándose por el organismo. Lo increíble es que la pata de cabra ataca también al relato, lo deforma, el lenguaje no tiene estructura, como el niño cuerpo, y hace un montaje desordenado, que pasa por el útero materno, viaja al peñasco y escucha testimonios de curanderos para terminar haciendo su propia necropsia.

Paréntesis. Además de escritor, Fernandez es el creador de la editorial Marciana, una editorial cuyo último libro publicado es El palacio, de Mario Bellatin, un autor íntimamente ligado a Especie salvaje. Cierro paréntesis. 

“De la mente en ruinas salen las palabras verdaderas”, decía Beckett. Fernández parece haberlo escuchado.

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Empecemos por el principio, ¿cómo surgió la idea del libro?

En realidad, tuvo muchas mutaciones. No tuve una idea inicial en donde haya dicho “me voy a sentar a escribir un libro”, como me ha pasado con otros. Cuando escribí Cero gauss o Monstruos geométricos empecé a escribir cuentos que tenía escaletados, que tenía pensados, había una estructura. Este, en cambio, fue diferente. Es el libro que para mí no es un libro porque nunca lo tuve pensado. De repente con el tiempo me di cuenta de que tenía un libro. Y fue medio mágico porque en todo el tiempo anterior a este libro no estuve escribiendo un proyecto armado.

Esto empezó después de un viaje de ayahuasca en Ingeniero Mascwhitz. Yo venía medio angustiado, necesitaba una curación, y mucha gente me recomendó que lo hiciera. Vengo de una infancia católica, desde los cinco a los dieciocho estuve un colegio de monjas, y eso me marcó. Vi desde adentro cómo captaban mentes. De ahí salí totalmente ateo, odiando a la iglesia, a la institución eclesiástica y a todo lo que tenga que ver con el menudeo de oraciones. Y estuve aproximadamente diez años, desde que terminé la escuela hasta mis veintilargos, en los que quedé acéfalo de creencia, de algo en lo que apoyarme. Creo que por eso llegué a la ayahuasca, que sabía que era un viaje, un lugar donde iba a flashar. Ahí me sentí muy miserable, tuve un momento de miserabilidad corporal, metafísica e introspectiva y me empezaron a salir poemas que no eran poemas, sino como catarsis muy extrañas, sueltas, que son muchas de las cosas que están en el libro. Eran temáticas como el pozo, la brea, algo dentro del cuerpo, un gusano que no sabía muy bien qué era, algo extraño que estaba adentro y quería salir y al mismo tiempo se metía para adentro y me corroía. 

Es decir que no solo empezaste a escribir el libro sin saber que lo estabas escribiendo, sino que empezó siendo otra cosa. 

Claro. Lo que pasó fue que salí de la ayahuasca y quedé flashado. Ni siquiera. Estaba angustiado y quedé más angustiado. En un mood que no sabía para dónde disparar. En mi caso, si no escribo se me cae el semblante y estoy como medio perdido. Incluso en la vida, sin proyecto en el horizonte estoy errático con todo. Entonces esto empezó así, con muchos poemas, pero la pata de cabra no existía. Y un día le paso estos poemas, ponele que tenía veinte poemas, treinta o cuarenta páginas, a los chicos de AñosLuz y a ellos les gusta pero me dicen que tiene un potencial de narrativa, que es algo que no había pensado. Para mí eran poemas sueltos y largos pero no había nada narrativo. Entonces dije “bueno, déjenme pensar qué sale” y me fui con Anto, mi pareja, que acababa de conocer, a Cardales, que es el lugar donde generalmente voy a escribir. Nos encerramos una semana ahí, que es un lugar que limita ya con el campo abierto, es pura naturaleza. En ese viaje vuelvo a agarrar esta serie de poemas sin rumbo que había escrito y, sin entender lo que tenía, lo convierto a narrativa. En esos siete días me tomé el trabajo de pasar las páginas de poemas en cincuenta páginas de narrativa. Fue difícil salirse de ese lugar poético, fue muy intenso. Pero cuando creía que tenía el libro pasó algo muy loco, algo que demuestra cómo se conecta mi psiquis, mi cuerpo y la tecnología.

¿Qué fue lo que pasó?

El documento en el que estaba trabajando no se guardó. Hace tiempo que trabajo con Dropbox, que te permite trabajar online y tiene una particularidad que es que cada vez que guardás una versión la herramienta te guarda la anterior. Si a vos se te rompe un archivo, tenés una opción que es “versiones anteriores” y ahí te guarda las diferentes versiones. Lo que pasó fue que ahí en Cardales no tenía wifi, entonces en vez de trabajar en un documento de Word, en donde es todo más largo y ancho, lo empecé a hacer en mi maqueta de InDesign, que es el formato que uso para Marciana. A mí lo estético me marca, hasta en las palabras, si no tienen un buen diseño se pierde algo, uno lo lee diferente. La cuestión es que al séptimo día guardo el documento a las ocho de la noche y a la mañana siguiente me despierto y cuando quería abrir el InDesign se abría y se me cerraba. Así todo el tiempo. El archivo estaba roto, no estaba el documento y como no tenía wifi no tenía la versión anterior, es decir, la versión anterior que tenía era la de los poemas sin forma, no lo que había estado escribiendo ahí. Llamé desesperado a un amigo que sabe del tema y me dijo que necesitaba que le llevara la compu, que a distancia no podía hacer nada. Me volví loco, me agarró hasta fiebre y me acuerdo de que me dormí una siesta de seis horas. Ya pensaba “bueno, listo, perdí el libro”, la palabra pérdida estaba.

Ese día más tarde salimos con Anto a caminar por el pueblo y en un momento entramos a un Pet shop en donde había muchos pájaros en jaulas y me conecté con un pájaro. Empecé a mirarlo, empecé a pensar en la pérdida de la libertad del pájaro y de ahí surgió la pérdida del lenguaje. Pensaba “claro, todo lo que escribí puedo intentar volver a escribirlo pero no va a ser lo mismo”. Esa ensoñación con la que escribí no va a existir. Salimos de ahí y me empecé a maquinar con la idea de la pérdida del lenguaje. Encima venía de leer mucho a Mario Montalbetti que dice que el lenguaje está muerto y hay que reconstruirlo. 

Cuando vuelvo de Cardales, voy a la casa de mi amigo, le llevo la computadora y se la dejo. A los tres o cuatro días me dice “lo recuperé”. Me cuenta que lo recuperó a través de un hackeo y que el archivo tenía ochocientas noventa páginas y que eran códigos binarios, números, y entre medio de todo eso, salteadas, oraciones sueltas. Y me dijo “vas a tener que buscar ahí”. Y lo hice y a partir de eso el libro cambió. Si no pasaba eso este libro sería otra cosa, un libro narrativo común. El rompimiento de este texto, que se convirtió en un código binario, fue trascendental. A partir de ahí nació el libro.

Algo muy interesante es cómo la pata de cabra además de atacar al niño, ataca al relato. Se los come a los dos por dentro y se propaga. ¿De dónde viene lo de la pata de cabra?

La pata de cabra llega involuntariamente. Cuando empiezo a escribir esto pensando en la pérdida del lenguaje me faltaba algo físico. No encontraba qué tipo de enfermedad podía tener el personaje, que no es personaje, es una especie de embrión. Tenía todo esto de la pérdida del lenguaje, medio filosófico, pero el libro estaba medio perdido todavía, no había lógica narrativa. Un día mi prima, que había tenido un bebé hace nueve días, me cuenta que el bebé no dormía hace tres días, que no sabía qué le pasaba, no comía y vomitaba verde. Estaba encorvado y se sentía mal y lloraba todo el tiempo. Ahí me dice que lo iba a llevar a un curandero. La cuestión es que va, hace el tratamiento de los nueve días ininterrumpidos y cae con el bebé a casa y me dice “está curado”. El bebé tenía la cruz en la espalda, se la habían hecho con corcho quemado. Ese día llegué a mi casa pensando mi personaje tiene pata de cabra. Y se fue armando así. Imagínate mi cabeza, era un libro que no tenía formato, que no tenía correlato, y terminó viniendo de mi propia familia.

Pensaba también en que eso de algo extraño que se mete en el cuerpo y corroe que decías al principio es muy Lynch, ¿no?

Es que Lynch es un padre fundacional en todo, no solo en la literatura y el cine. La forma de ver el arte, su manera artística de componer, me impactan por el trasfondo y por la forma narrativa. Para mí Eraserhead, en ese sentido, fue una influencia mayúscula. Una película que le llevó ocho años hacer. Bueno, en esa película nace un monstruo, una cosa deforme, que es un feto de vaca que ellos mueven. Todo eso se empezó a condensar en el libro. 

Otra cosa interesante es que al libro no le cabe género, le escapa, algo similar pasa con Amado señor, de Katchdajian. El narrador dice que no es novela ni ensayo ni tiene estructura de relato, que es un embrión, algo que recién asociaste al personaje. ¿Cómo es eso?

El libro se creó a partir de lo que me fue pasando, pero fue todo involuntario. No hubo intención. Por eso siento que es el libro, como te decía antes, que no escribí, de alguna manera. Obvio que hay una mente que ordena, hay lecturas. Pero pensá que no tenía libro y a mí me cuesta trabajar así, soy una persona de proyectos. Es un libro que yo no hubiera escrito, porque aparte todo lo anterior mío es más lineal, son cuentos, o incluso la novela, que pueden tener algo más disruptivo pero son lineales: empiezan y terminan. Esto no termina, es un reinicio.  

Una versión bastante avanzada anterior a la final se la di para leer a un par de amigos. Uno de ellos fue Santiago La Rosa que me dijo que había una unidad pero que estaba muy escondida. Había demasiada información, demasiadas imágenes, pero no había una imagen que contuviera todo el libro. Él me aconsejó que me enfoque en algo. Ahí pensé que tenía que haber al menos una correlación entre cada uno de los capítulos, entre cada una de las temáticas. Y fui encontrando hilos, pero sí, aún así creo que sigue siendo un libro sin género. 

Y lo del embrión me sirvió para pensar un libro como lo antecedente a un libro. Siento que esto podría ser el antecedente a un nuevo libro, que es algo que me está pasando.

Tu libro, como el de Katchdajian, son libros muy arriesgados en su postulado, que van por los márgenes del mainstream. ¿Por qué es esto?

Me parece que todo lo que escribo lo hago pensando en lo que podría publicar en Marciana, pensando en que podrían ser textos compañeros. Y tanto en Marciana como en mis libros, si hacés un repaso, sí, están totalmente fuera del mainstream. Esto sin juzgar a nadie, cada uno lee lo que quiere y escribe lo que quiere. Pero a mí no me sale de otra forma. Mi papá cuando empecé a escribir me decía “¿por qué no escribís algo que pegué?”. No lo hago porque no me sale. Me gustan las películas que hace Lynch, que hace Cronenberg. 

Lo de los márgenes es voluntario porque me parece que la literatura tiene mucha antigüedad, ya está escrito prácticamente todo, y creo que hay que volver a lo roto, a las fuentes, al embrión, al lugar desde donde se conciben las cosas, no decir todo propiamente dicho. 

El libro dialoga mucho con Mario Bellatin y El libro uruguayo de los muertos. Un autor que encima editaste hace poco en Marciana. ¿Qué representa para vos?

Es increíble porque él llega a Marciana con mi libro ya escrito, si no era por la pandemia el libro tendría que haber salido antes. Pero por una casualidad terminaron saliendo los dos al mismo tiempo, porque El palacio salió en noviembre. Es algo loco que tenga ese diálogo, que es un diálogo interno mío, digo, ya venía dialogando con él a través de las lecturas de su obra, pero sin saber que Bellatin persona iba a aparecer en mi vida. Hoy en día tengo una relación, nos mandamos mensajes seguido. Él leyó el libro y esa misma noche me escribió fascinado, me dijo que le había encantado y me agradeció por citarlo. Primero se generó un diálogo sin él, mío con sus libros y a partir de ese diálogo llega el diálogo real. Ahí me di cuenta de que era una persona de carne y hueso, lo bajé a la tierra, no era el Bellatin que yo leía en sus libros. Creo que eso pasa con los autores que admiramos, también me pasa con Vanoli, que es un maestro literario, los tenemos como levitando, y cuando empecé a darme cuenta de que el chabón era de carne y hueso, que me mandaba foto de sus perros, la relación se convirtió en otra cosa. Es como que los ídolos se convierten en pares, por momentos me siento par de Mario Bellatin, es una locura. No pensé nunca que me fuera a leer. Eso también creo que habla del proceso de escritura, de lectura, de alguien: poder desentrañar esa imagen idílica que se tiene de lo que se lee. 

Última. Te hago la misma pregunta que se hace el narrador: ¿es el lenguaje perdido la señal de nuestra aniquilación?

Un poco citando a Montalbetti, que lo dice en varios libros, incluso el discurso político se extinguió y ya los políticos no le hablan a la ciudadanía, sino que se hablan a sí mismos porque necesitan crear un discurso para convencer a su clientela, o como quieras llamarle, de que hay una esperanza. En ese sentido, yo soy muy apocalíptico, tanto para la literatura como en pensamientos. Vuelvo a Lynch o a Cronenberg, que en los setenta hizo Rabia: un experimento en un laboratorio por el cual un bicho se metía adentro de una persona y esa persona se escapaba e iba contagiando a los demás. Y esas personas se convertían medio en zombis. Eso lo escribió en los setenta donde ya se decía que somos el experimento de alguien más. Creo que somos nuestros propios destructores.

No estoy diciendo nada nuevo, es algo que se viene escribiendo hace rato. Venimos leyendo libros, viendo películas sobre el apocalipsis, sobre el mundo en ruinas, hace mucho tiempo. La ciencia ficción lo viene diciendo desde la década del cincuenta y del sesenta, incluso antes. Bioy Casares escribió La invención de Morel en el cuarenta. Nos vienen contando cómo va a ser el futuro, que es el que vemos hoy. Toda esa información la muestran los exponentes del arte y los científicos son los que esconden eso. Tengo una teoría medio estúpida que es que la ciencia ya sabe cómo es el futuro y se lo dice de alguna manera a la gente del arte para que lo transmitan. Hay una novela muy buena de Lamberti, La maestra rural, en donde bajan los extraterrestres, implantan información en la espalda de una escritora, que es como una especie de Cesárea Tinarejo de Bolaño pero extraterrestre. Bueno, ahí ellos tienen la información y nos trasladan la información en forma de arte, de literatura. 

Nosotros venimos persiguiendo la aniquilación desde hace muchísimo. Lo que pasa es que antes era todo en aldeas, en comunidades, más sesgado por lo físico, porque no había aviones. Desde el momento en que se crea el acero se arman las industrias, la comunicación global. Nadie pudo impedir que el advenimiento tecnológico nos llevara a donde estamos hoy. Y creo que sí, somos los propios artífices de nuestra aniquilación, estamos viviéndolo. Nos venimos destruyendo a propósito.       

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