Este año, allá en las sierras cordobesas, nació Chai Editora, una editorial que, como primer libro, decidió publicar Ocho, de la escritora neoyorquina Amy Fusselman, traducido para nosotros, los lectores, por la sorrentina Virginia Higa. Habría que decir que Ocho, en esta primera traducción al español, es, en realidad, la fusión de dos novelitas, o, por lo menos, así fueron publicadas en inglés, su idioma original. Las nouvelles son: The pharmacist´s mate (que en español sería El farmacéutico amigo) y 8. Entonces lo que originariamente eran dos novelitas diferentes, acá, en la versión argentina, son dos partes de un todo. Una decisión que creo acertada porque juntas estas partes se resignifican.
La primera parte se titula Diario de a bordo y cruza su vida, especialmente la muerte de su viejo y las peripecias que conlleva el tratamiento para ser madre, junto con entradas de un diario que su viejo escribió cuando era marinero allá por el ´46, a fines de la Segunda Guerra Mundial. La segunda parte lleva el título del libro y se centra en su vida diaria actual, como madre de dos hijos chicos, y en la reflexión sobre el abuso sexual que sufrió en su infancia por su vecino, el Sr. Dauth. Podemos decir entonces que así como la primera parte le habla al padre, la segunda le habla al abusador. Pero no lo hace desde el enojo, no, lo que hace a este libro tan imponente es, justamente, que a la muerte le contrapone la vida, y a la tragedia la alegría.
Ocho es lo que los españoles llamarían autoficción, la tan famosa –y, muchas veces, injustamente denostada– “literatura del yo”, básicamente una manera confesional de narrar la propia vida del escritor, exponerla descarnadamente. Ya sé, no hay más que literatura autobiográfica. Pero ustedes me entienden.
En este caso, esa primera persona que narra, ese “yo soy Amy” que reflota en cada afirmación, es una voz poética, profunda y reflexiva que marca su singularidad. Pienso que eso es lo que nos atrae de un escritor: la singularidad. Fusselman mira las cosas, los hechos, desde otra óptica, se sale de lo políticamente correcto (puede hablar de belleza en el hospital, mientras su viejo se muere, o agradecerle al pedófilo por hacerla escritora: «gracias, hijo de puta, espero que te diviertas en el infierno. Que existe»), no es condescendiente con nada ni nadie, menos con ella. Y así nos da una visión honesta y personal sobre el tiempo, la maternidad, la verosimilitud, la niñez, la creatividad y, por sobre todo, la alegría. «Sé algunas cosas sobre la alegría. La mayoría de las veces es una cosa física. Sé de bailar y de patinaje artístico, y de sexo y de dar a luz. Diría que esos fueron algunos de mis momentos más alegres. La alegría está localizada en el cuerpo. Pero aquí está el truco: la alegría también está afuera. La alegría es una vibración, incluye emoción, cuerpo y espíritu, todo junto». Amén.
«El deseo es escribir hasta que mi padre vuelva a existir», dice Fusselman en la primera parte. Barón Biza escribió El desierto y su semilla con la idea, con el sueño, de que la literatura pudiera sublimar su historia familiar pero a los dos años se mató, igual que su padre, igual que su madre. Podríamos pensar, como dice María Moreno, que la literatura no sublima nada. No lo sé. Pero cómo alivia pensarlo. Creo que Fusselman escribe sobre su viejo siguiendo el consejo sobre la importancia de las acciones cotidianas que él le dio cuando era una nena de doce años: para dejar su registro.
Y en la segunda parte escribe sobre su abuso porque tiene algo que decir («Una persona horrible puede tocarte, pero no puede abrirte. El tacto no es una llave»), lo que no se dice, porque su experiencia, de alguna manera, tiene que servir. Le saca la oscuridad y, como Lapegüe, prende la luz. Fusselman cree que es imposible separar la alegría del movimiento. Y no para de moverse, aunque lo que se mueva, inevitablemente, se rompa. Danza, escribe, hace terapia craneosacal, escribe, aprende a andar en moto, escribe, va a ver camiones gigantes, escribe, escucha a los Beastie Boys, escribe. Y todo lo narra desde la alegría. Un ejemplo que funciona como correlato: cerca del final Fusselman cuenta un palo que se pegó la primera vez que salió a andar en moto. Frank, su marido, vio todo el incidente y corrió a ayudarla. Juntos levantaron la moto y para cuando lo hicieron, se miraron y sonrieron, él la felicitó por animarse y chocaron los cinco. Antes cuenta como se le quedó instalada una lección del instructor de moto: hacia donde miras, es hacia donde vas. Bueno, creo que Fusselman mira hacia adelante, por eso va hacia adelante.
En La novela luminosa, de Levrero, casi no hay luz (ni novela), en Ocho, que en inglés se dice eight y suena como hate, no hay odio, y no lo hay porque Fusselman decidió emanciparse a partir de la tragedia e inventar su parte feliz.