Cuando a Sara le empezaron a fallar las piernas fue el principio del fin. Disfrutaba como nadie de salir a caminar, hacia un culto de sus caminatas a la iglesia para su misa diaria, o a la casa de alguno de sus siete hijos para cenar. Entonces perder eso, para ella, que había aprendido a rehacerse sola después de quedar viuda a los cuarenta, fue demoledor. Le costó aceptarlo y durante un año le cambió el humor, un año le costó asumirlo. Desde entonces, empezó a tener dos chicas que se alternaban para cuidarla, bañarla, hacerle de comer, esas cosas; ellas eran las que la levantaban del sillón donde pasaba la mayor parte del tiempo, era un sillón de funda azul, mullido, comodísimo, que estaba a centímetros de la cama y justo enfrente de la tele. Siempre que pienso en Sara me viene su imagen de viejita, con el pelo canoso, de un blanco brillante, sentada en ese sillón azul viendo la tele.
Para el momento en que empezó a usar silla de ruedas yo iba tres veces por semana a comer a su casa, que me quedaba a dos cuadras y media del colegio. Almorzábamos en su cuarto que era como un santuario familiar, lleno de fotos de sus hijos, nietos y estampitas y cruces. También guardaba dibujos de sus nietos en la pared de la puerta de su armario. Me acuerdo de abrir el armario, sentir en la ropa su perfume, que para mí es el perfume de los viejos, y ver el mío: Paulo Silas haciéndole un gol olímpico a Boca y arriba, en un costado y con letra de médico, “para Sarabuela”. Esto tiene lógica: Sara era una fanática enferma del ciclón. En esos almuerzos charlábamos mucho de fútbol, del país al borde del colapso, y veíamos religiosamente la novela del mediodía (Yago, pasión morena, Cabecita, las que me acuerdo), que ella se encargaba de actualizarme narrándome, como el Molina de Puig, lo que yo me había perdido. A Sara le encantaba ver la tele y a mí me gustaba verla con ella, las novelas, el noticiero, partidos de fútbol (sabía muchísimo) o alguna película, como La novicia rebelde, que vio mil veces y así y todo me pedía que pusiera en la videocasetera. También le encantaba hablar por teléfono con sus hijos, con sus amigas, con su vecina que era un par de años más grande que ella, andaría por los noventa, y que Sara le decía “la viejita”. Me acuerdo de entrar al cuarto, escucharla hablar a los gritos por teléfono y cortar. Es la viejita del noveno que me llama y no escucha bien, pobre, me dijo. Era como si la tele y el teléfono la mantuvieran en un tiempo al que había llegado tarde.
Me acuerdo también de la primera vez que entré a almorzar y vi que en un costado del cuarto, al lado de la puerta, estaba la silla de ruedas plegada, y de cómo Sara intentó disimular una tristeza indisimulable. Creo que ahí me di cuenta de que la vejez es una de esas cosas que no tiende a mejorar. De eso y de la cercanía de la mortalidad. Uno crece creyéndose inmortal, pero la percepción de inmortalidad es inversamente proporcional al tiempo que pasa: cada año nuevo nos sentimos más mortales.
A principio de año leí En el estanque del poeta Al Alvarez, un libro hermoso que es un diario, una crónica de Alvarez nadando en los estanques de Hampstead Heath en Londres, pero también, y sobre todo, es un ensayo sobre la vejez, su inevitabilidad, y cómo vivirla con dignidad. Es alguien que escribe mientras su cuerpo envejece, se deteriora, cada año es un capítulo y cada capítulo que pasa son menos páginas en el libro, como si estuviera yéndose de a poco. Lo loco es que a pesar de que Alvarez putea, y siente humillante envejecer, su libro es un libro afirmativo, que da ganas de vivir.
En un momento, después de varias caídas estando solo, el tipo cuenta lo que fue para él dejar de caminar, de valerse por su cuenta, que ya no le sirviera el bastón para hacer su caminata en subida a los estanques, necesitar de la ayuda de alguien para llegar, eso lo liquidó. No más caminatas matutinas en subida a los estanques, total y absoluta dependencia, como le diría Homero a Marge. Cerca de terminar, cuando cuenta que le prestaron una nueva silla de ruedas, más cómoda que la anterior, escribe: «hoy, otro día hermoso de primavera, al ver en casa mi propia silla de ruedas siento como si hubiera dejado entrar a la peste… a mí me parece la Muerte Negra, el fin de todo». Leí eso e inmediatamente pensé que Alvarez ponía en palabras lo que sintió Sara y se me vino la imagen de la silla plegada.
En abril un amigo me prestó Prohibido morir aquí un libro que su autora, la inglesa Elizabeth Taylor, que no es la actriz de La gata sobre el tejado de zinc, escribió hace casi cincuenta años y que hoy, por los misterios de la literatura, aparece hace meses en las listas de los más vendidos en Argentina, como hace unos años pasó con Stoner. No tenía planeado leerlo, pero, como todo fenómeno, me dio intriga, y lo hice y lo devoré.
El argumento: la señora Palfrey, una mujer mayor, viuda, de clase media-alta, se va a vivir a un hotel en Londres, el Claremont, que funciona casi como un asilo para viejos con plata (con menú del día y salidas ilimitadas), y también como paso previo al geriátrico. La señora Palfrey decide ir al hotel para aprovechar su tiempo extra, para rehacerse acompañada. Ahí conoce un grupo de viejos que al principio la miran de reojo, que son como nenes frente al nuevo del colegio, pero de a poco la van integrando. Palfrey tiene una hija que vive lejos, con la que se escribe pero no se ve, y un nieto que vive en Londres pero no la visita. Esto último lo anuncia en el hotel porque no quiere que piensen que está sola, porque estar sola está mal visto, es peor que estar muerta. Pero su nieto no aparece por unas semanas y ella se angustia, ¿qué van a decir los otros?, piensa. Por casualidad, y después de una caída en la calle, Ludo, un chico que podría ser su nieto, la ayuda a levantarse y ella encuentra la solución: ese chico encantador sería su nieto. Entonces lo invita en agradecimiento a cenar al hotel y empieza la ficción, su ficción. Hasta ahí.
En la solapa del libro dice que a Taylor se le ocurrían los argumentos para sus historias mientras planchaba y me pareció espectacular. Hay algo de planchado en su prosa clara, limpia, es como si esta historia saliera así, sin arrugas, impecable, calentita, lista para ser usada y adaptable a cualquier lector, la van a disfrutar tanto los que leen en la playa como los que leen en el subte. Supongo que el hecho de que sea apta para todo público explica un poco el éxito de Prohibido morir aquí, “para los grandes, para los chicos”, como decía esa publicidad de Coca-Cola; es una novela transparente, su humor es fino pero claro, Taylor le abre la puerta a todos, hasta los que leen en el detalle, como Ludo, el joven escritor, lee a la señora Palfrey. Sospecho que esto es algo que debe haber corrido de boca en boca, digo, más allá del tema de la vejez, o mejor, de cómo sobrellevar la vejez, que de por sí convoca.
Y este libro, como el de Alvarez, también es un libro afirmativo que tiene como tema principal la vejez y todo lo que se hace para mitigarla. Con el agregado, en el caso de Taylor, de la amenaza de la soledad. Es lo opuesto a lo que sería Diario de la guerra del cerdo en el sentido de que ahí la vejez no se puede mitigar, los viejos son una peste, no tienen escapatoria, están condenados; envejecer es una tragedia, como la novela. En estos libros envejecer también es una tragedia, también es humillante, pero le encuentran la vuelta, Alvarez nadando en el estanque, y Palfrey saliendo a la calle, construyendo una realidad a partir de una ficción, porque lo que empieza como ficción puede hacerse realidad. Conclusión: hay que vivir igual, hay que olvidarse del mañana. Leonard Cohen decidió volver a fumar a los ochenta años, ¿por qué no?
En una parte del libro, cerca del final, el señor Osmond, su pretendiente del Claremont, la invita a cenar afuera y, muy nervioso, le habla sin parar. Le dice que ellos viven en el hotel en una especie de aislamiento y sin esperar nada del futuro. «Quizá estemos demasiado viejos para esperar algo del futuro», responde Palfrey con una sonrisa. Creo que ahí está la clave, eso es lo que aprende en el Claremont, la máxima de Vox Dei: el presente y nada más.
Me acuerdo que el último partido del mundial 2002 lo vi en lo de Sara con Santi, mi primo. El partido creo que era a las tres de la mañana porque se jugaba en Corea y mi vieja, su hija, me dejó ir a su casa porque al otro día tenía colegio y me quedaba cerca. Nos pusimos la alarma y cuando se acercó la hora del partido fuimos al cuarto de Sara, que ya estaba sentada en su sillón azul, y nos sentamos en la cama. Ahora lo pienso: ¿la chica que la ayudaba la dejó en el sillón o nunca se durmió y se quedó ahí viendo la tele, esperando? No sé. Me acuerdo también que cuando salió el equipo Sara se puso a putear a Bielsa, algo que hizo durante todo el partido y, puntualmente, cuando sacó a Batistuta, que para ella se parecía a Jesús. Mirá cómo se mueve, parece un elefante de zoológico, nos dijo más de una vez en la que Bielsa apareció en pantalla. Cuando terminó el partido y quedamos afuera, Santi se fue rápido a dormir y yo me quedé un rato más en el borde de la cama, con la cabeza gacha, ocultando las lágrimas. Sara se dio cuenta y me dijo que le diera un beso antes de irme a dormir, entonces me sequé los ojos y me agaché para darle un beso. Cuando lo hice ella me acarició la cabeza un segundo. No llores, Manolito, que hay cosas peores, dijo, y me sonrió.