«Nadie sale de acá» de Manuel Álvarez

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El mural

«Para mí la luna es un lugar»  

Leonardo Favio

Salimos por Acuña de Figueroa recién pasadas las ocho de la noche. Yo llevaba un sobretodo azul oscuro y el Psicólogo uno negro. Afuera hacía un frío seco, cortante.

Cruzamos la placita que está enfrente de Acuña de Figueroa con el viento helado pegándonos en la cara. El Psicólogo me contó que de ahí se iba a la estación de ómnibus y después tenía un viaje de trecientos kilómetros a su ciudad. Así cada viernes. Pensé en el camino de ida y vuelta a mi departamento, que hacía religiosamente en treinta minutos cada uno y me dio vergüenza. Mientras caminamos la cuadra a la par, como dos Simuladores, le conté que estaba leyendo el último de Aira y él me dijo que se había comprado Los fantasmas.

Al final es verdad que Aira llega como por wi-fi. 

Sí, es verdad, dijo y se quedó en silencio por unos segundos. Está bueno eso que repite el loco de que la realidad trabaja en contra suyo y él la vuelve a su favor. 

Claro, pensá que si fueras un personaje de Aira te tomás acá el 126 y te deja en Rosario.

El Psicólogo se volvió a reír y asintió con la cabeza. Enseguida llegamos a la esquina de Medrano y, esperando que el semáforo se pusiera en verde, me preguntó si estaba escribiendo algo. 

No mucho, siempre salgo de acá movido y me dan ganas de escribir un cuento, pero no se me ocurren ideas. 

Caminá con los ojos abiertos que las ideas entran por ahí. No busques mirar con la mano, dijo mostrándome el puño cerrado. 

Le respondí que lo iba a intentar y nos despedimos con un abrazo. Después el Psicólogo bajó por Medrano y yo seguí por El Salvador. 

Me puse la capucha y los auriculares, le di play a una lista de Joy Division en Spotify y empecé a patear las cuadras que tengo al departamento pensando en ideas para escribir un relato. Por lo general las escribo en una libretita azul, pero como venía caminando saqué el celular y abrí la aplicación de Notas para poner las palabras claves que se me ocurrieran en el camino. 

Pensé en el consejo del Psicólogo. Cuando cruzamos la plaza había visto que en la cancha de fútbol cinco se jugaba un partido de chicas contra chicos y se me ocurrió que el cuento podría ir por ahí. La trama: un equipo de chicas invencible, todos los viernes los hombres se turnaban para perder una y otra vez en la cancha, en su cancha. Los pibes harían trampa, llevarían a tipos más grandes, no importaba, ni así podían ganar. Lo imaginé narrado desde el rencor por uno de esos pibes quinceañeros que no entendía cómo podían perder siempre. 

Las chicas de la placita, anoté en mi celular. Caminé mirando hacia adelante y al celular de manera intermitente y en la esquina de Soler casi me llevo puesta a una señora.

Mirá por dónde caminás, dijo. 

Le mostré la palma y crucé. No se me ocurrió nada más para agregar y me di cuenta de que lo de las chicas de la placita era una boludez y lo borré. Tenía la pantalla de las Notas en blanco cuando me llegó un mensaje de Luisa al celular. ¿Viste lo que es la luna?, decía. A ver, respondí y miré el cielo, pero no la vi. Pensé que los edificios no me la dejaban ver y seguí camino mirando de a ratos hacia arriba, como esos animales que en el interior les dicen estrelleros por mirar al cielo. Mirala, por favor, está increíble, escribió. 

Hice dos cuadras por Bulnes y asumí que cuando llegara a Coronel Díaz la iba a ver. Doblé en Mansilla a la derecha y caminé sin que se me ocurriese una puta idea para un cuento lo que hizo que me enojara conmigo mismo. Es así. En un momento dado pienso que en mi cabeza nacerá una bomba. 

Lo que a principio de cuadra fue enojo en la esquina del taller mecánico de Coronel Díaz fue negación. No iba a poder escribir nada. Busqué alguna imagen en la calle. Dos mecánicos se reían mientras tomaban mate. No me servía. Crucé y vi cómo una pareja discutía en una mesa del Starbucks. Cliché. Un abuelo le decía a la nieta que empujara la puerta del Rapipago. Golpe bajo. Así con todo. 

Di un par de pasos por la avenida y sentí un reflejo desde arriba. Levanté la cabeza, pero el cielo oscuro y sin estrellas no daba ninguna señal. Me acuerdo de que pensé en un haiku de Basho que habla de la luna, que dice que cuando uno la busca se esconde y que cuando uno se olvida aparece. 

A los pocos metros vi un toldo verde que decía Librería Legenda y entré. En el momento en el que empujé la puerta un señor de pelo entrecano de unos setentipico negó dos veces con la cabeza. 

Estamos cerrando, mi viejo, dijo. 

Me imaginé que el señor tenía la librería hace mil años pero era tanto el cariño por sus libros que no los vendía. Siempre una maniobra diferente: subir el precio, decir que estaba reservado, marcarlo. El señor no salía a la calle, vivía encerrado, leyendo y oliendo sus libros viejos. Y moriría así, entre las páginas de sus libros usados. Con la diferencia de que su muerte no sería muerte, el señor se fundiría dentro de uno de sus libros y volvería a vivir en un personaje inmortal. 

El librero de los usados, anoté apenas salí. Después empecé a caminar algo más rápido. En los auriculares sonaba Atmosphere

Seguí a paso ligero pispeando disimuladamente hacia arriba entre las rendijas de los edificios. El cielo estaba vacío. En eso escuché a un grupo de chicas que cruzaban por Sánchez de Bustamante. 

¡Miren esa luna!, escuché. 

Me di vuelta y vi a la más alta señalar al cielo mientras cruzaban. Esperé que se fueran y volví para atrás. Cuando la luz se puso en rojo, me mandé y frené a mitad de la senda peatonal, en el punto exacto donde habían estado las chicas. Nada. Me pasé la mano por la frente y me quedé así, petrificado, hasta que un bocinazo me avivó que me tenía que mover. ¿Quién no puede ver la luna?, pensé. 

Llegué a Gallo y crucé despacio buscando aprovechar el ancho de la calle. Ahora directamente caminaba mirando al cielo. Me di cuenta de que la gente me miraba y automáticamente miraba para arriba, como intentando descifrar qué era lo que buscaba. Así que bajé la cabeza y miré para adelante haciéndome el distraído. 

Apenas subí a la vereda me pareció escuchar que me gritaban. Giré y vi que un tipo barbudo que empujaba un carrito con cartones me hacía gestos desde enfrente. Me toqué un auricular con el dedo y seguí caminando. Hice mitad de cuadra igual a como crucé en Gallo cuando me percaté de que al lado mío tenía al barbudo que con el carrito caminaba encorvado mirando al cielo, imitándome. ¿Cuántos metros habíamos hecho así? Me imaginé a la gente viendo ese espectáculo, como si estuviéramos haciendo una coreografía de Michael Jackson, y me sentí ridículo. 

¿Qué querés?, pregunté sacándome los auriculares. 

¿No tenés una moneda, amigo?, respondió. 

No tengo nada, dije y avancé casi trotando. 

¡Andá, rata!, gritó. 

No miré para atrás hasta que llegué a la esquina de Agüero. El corazón me latía a mil revoluciones, las manos me sudaban. ¿De dónde había salido? 

Aproveché que el semáforo estaba en rojo y miré mi celular. Tenía un mensaje de Luisa de hacía unos minutos. ¿Y?, decía. Lo guardé y levanté la cabeza. No estaba. Giré sobre mi eje mirando para arriba y por Agüero vi un mural sobre un edificio blanco que estaba iluminado por los postes de luz. Pintado sobre la pared había un nene arrodillado con las manos apoyadas en el pasto que sonreía mirando a la calle entre unas flores y, a metros suyo, tenía un girasol de su tamaño que marcaba el fin del mural. 

Me acerqué y desde abajo pude ver mejor la cara del nene sonriente. No sé bien qué pero algo adentro se destrabó y me dieron unas ganas terribles de llorar. Me senté en una de las mesitas de ajedrez, me tapé la cara con las manos y lloré como hacía rato no lo hacía. 

Cuando estuve un poco más calmo, volví a mirarlo. 

En ese instante vi cómo los colores del mural se empezaron a mover. Miré a mi alrededor para ver si la gente veía lo mismo que yo, pero todos caminaban como si nada. 

¡Se mueve!, grité a la calle. 

Pero nadie me escuchó. Me paré, di dos pasos hacia atrás, me froté los ojos y volví a mirar el mural. Y entonces vi cómo el nene se levantó, me miró serio, cruzó el girasol y desapareció.

*****

Encuentran «Nadie sale de acá» en la tienda de Azul Francia.

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