Con su trilogía de libros de cuentos (La hora de los monos, 222 Patitos y Un cementerio perfecto) Federico Falco demostró ser un cuentista de primer orden. Ahora, con la aparición de Los llanos (Anagrama, 2019), su segunda y bellísima novela, demuestra ser también un novelista que juega en primera. Lo notable: esta novela no se parece en nada a los cuentos a los que nos tenía acostumbrados y sin embargo es igual de potente. Acá no hay perversión, ni rituales religiosos, ni sexo animal, ni elefantes muertos, hay, sí, una noche oscura, que no es la de Silvi, pero en el algo se le parece: uno lee la novela, como cuando uno lee el cuento, y siente en esa lectura algo vivencial, como si formara parte de la experiencia del protagonista, de su angustia, de la aspereza del paisaje. En Los llanos la sensación de verdad traspasa la construcción de la ficción.
La historia. Federico, un escritor en sus cuarenta –cualquier parecido con la realidad es pura voluntad–, se separa de Ciro, su pareja por siete años, y decide irse a Zapiola, al silencio del campo, a cultivar una huerta y trabajarla. Un lugar donde pasar el tiempo y empezar de nuevo. Sí, esta es, en parte, la historia de un duelo amoroso, de cómo atravesarlo, pero Falco, con una prosa híper sensorial y valiéndose de citas literarias y reflexiones certeras, vuelve armónico ese duelo.
La novela narra entonces, de enero a septiembre, del calor mustio del verano al frío extremo de invierno, los días en el campo, como una especie de diario de huerta, con el pasado que acecha, el lejano (su infancia en Cabrera, la primera huida) y, sobre todo, el reciente (Ciro y el final sinsentido). Acerca de esto último, en su huida al campo, en el vacío de la llanura, Federico busca llenar otro vacío, entender qué fue lo que pasó con Ciro: ¿en qué momento se jodió el amor? La pregunta que se hace ahí, en realidad, es otra: ¿se puede entender?
Entre el trabajo manual y las lecturas Federico reflexiona, le da vueltas a su relación trunca y también a la escritura, ya que desde que está sin Ciro no puede escribir. Ahí está la otra cuestión: él, que escribe cuentos, que construye relatos, ve, vive, cómo otra persona desarma el suyo (como el granizo puede destruir una huerta, ¿no?) y queda huérfano de relato. Lo que no sabía, lo que se da cuenta en el campo, es que, aunque no escriba, de alguna manera, mientras cultiva, mientras contempla, está escribiendo. El oído atento a los ruidos, el ojo atento a la huerta. Escribiendo.
Ahora, hay una tensión en esa comparación y Federico lo sabe por escribir y por cultivar, ya que se parecen y no se parecen. Se parecen en que en ambas las cosas llevan tiempo y en cualquier momento todo se puede estropear, no se pueden controlar, se van de las manos; en que se necesita fuerza y no saber bien cómo dirigirla. Y no se parecen en el sentido de que en la huerta es simplemente hacer, mientras que en la escritura es siempre pensar; y también, y especialmente, en que la huerta, como la vida, no tiene forma, no todo encaja, mientras que la escritura suele tener una estructura, un cierto orden, existe el sentido de un final como titularía Barnes (eso es lo que le faltó a Federico: un sentido, algo que explique el tercer acto).
¿Cómo se escribe una historia entre los escombros de una historia?, se pregunta Federico. Bueno, la respuesta la da la novela: como si se hiciera una huerta. En un momento el protagonista dice que en las películas, en las novelas, el tiempo pasa fácil, se usan elipsis, cortes, etc., solo se cuentan las acciones importantes, como si en el tiempo del duelo no hubiera narrativa. Eso acá no pasa. Falco narra la tristeza estancada, la muestra desde que amanece hasta que anochece. Un cuerpo apenado se escribe así: sin entender.
El espacio. Zapiola funciona como el reverso de la gran ciudad y también como un espejo de esos días de campo de la infancia en los que Federico pasó en la casa de sus abuelos, cerca de Cabrera, la tierra que Juan, su bisabuelo, supo domar. En un punto, el protagonista busca algo similar al primer Juan: empezar la vida en otro lado, armarse en la llanura.
Al principio de la novela Federico cuenta cómo de chico se animó a salir más allá de los cañaverales, a caminar por el campo abierto, y cómo el descubrimiento de la llanura significó crecer, un espacio donde se podía encontrar a sí mismo. Eso explica la evasión. La vuelta a la soledad de la llanura, al principio, es, a fin de cuentas, la continuación de su conversación con el paisaje.
Ahí, en los largos meses en el campo, ya adulto, solo, aprende que hay un tiempo para todas las cosas. Un tiempo para la cosecha. Un tiempo para la llovizna. Un tiempo para la sequía. Y, sí, un tiempo para rearmarse, para aprender el tiempo lento, llano, de las cosas que crecen. Hay que aprender a vivir con eso. Así se está en paz, el pasado puede doler, pero lo hace de una manera más calma.
Para cerrar podría hacer uso de una cita de Casas que no está en la novela, pero podría haber estado (de hecho, en Poeta chileno, otra gran novela que publicó Anagrama, Zambra la ubica como epígrafe). La cita: una técnica que sirve para escribir debe servir también para vivir. Aunque Federico, me refiero al protagonista, claro, podría haberla invertido. Incluso hasta podría haberle sacado el imperativo. Podría tranquilamente haber escrito: una técnica que sirve para vivir puede servir también para escribir.

Foto de portada: Por Catalina Bartolomé cortesía Prensa Anagrama