Hace varios años, casi quince ya, con la publicación de Siete y el tigre harapiento, Leonardo Oyola, Leo, irrumpió en la escena literaria argentina como una de las voces más frescas y originales, una voz inmediatamente reconocible por su musicalidad, que se nutre de la calle (ahí están sus orígenes: Casanova, La Matanza, el far west bonaerense) y de la cultura pop, su marca de agua.
Con ese primer libro Oyola dejó sentadas las bases de su literatura, que tiene al policial como cimiento y al mundo suburbano como protagonista. En los años que le siguieron escribió varias novelas más, entre ellas Chamamé, que le cambió la vida y le valió el Hammet, y Kryptonita, su novela de superhéroes del conurbano, que se hizo película y, como si fuera poco, también cómic y serie. Ah, en esos años también se hizo DJ, algo que tiene toda lógica porque Oyola escribe como baila: con el cuerpo entero.
Digamos entonces que Oyola es un narrador que pasa esa música que te mantiene en la pista y te hace sudar hasta el final.
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Hace poco terminé de leer Nunca corrí siempre cobré y quería que me cuentes en qué te cambio pasar de escribir novelas a escribir relatos que trabajan la autobiografía, digamos. Hace unos años lo hiciste con Sultanes del Ritmo, pero con ficción, ¿te fue difícil cambiar el formato de escritura?
Mirá, tanto Sultanes del ritmo como Nunca corrí siempre cobré recopilan relatos que escribí para diarios, revistas y antologías de nuestro país, España y Uruguay si la memoria no me falla, así que, realmente no es que sean libros pensados como libros de cuentos… yo me siento mucho más cómodo con la novela, conviviendo con la novela. Un cuento me genera mucha angustia cuando lo entrego porque en verdad no sé si podría haber seguido haciendo algo más con eso y necesito del largo aliento para llegar a conocer bien tanto a los personajes como a la historia que estoy queriendo narrar.
En el último de los textos del libro hacés una especie de elegía en homenaje a Laiseca, que fue tu maestro por mucho tiempo, y me hizo pensar en algo que leí hace poquito en el último libro que salió de Piglia, que habla de cómo algunos escritores necesitan esa relación de pase, que el escritor consagrado legitime al que viene de atrás, y quería saber si te pasó algo similar. Digo, si Laiseca fue para vos ese maestro, por quien querías ser escritor, y si cuando arrancabas necesitabas de su validación.
El único relato que estaba inédito y que fue a parar a Nunca corrí siempre cobré es el que escribí en homenaje a mi maestro, Alberto Laiseca, al que titulé “Diré simplemente”. Cuando Lai falleció varios suplementos culturales me pidieron si podía escribir algo sobre él y en ese momento la tristeza y el dolor es como que me paralizaron y más de un mes, cuarenta días más o menos, de que a él le tocó irse de gira, mudarse al otro barrio, volviendo de almorzar en lo de mis viejos, me quedé así dormido en el tren y soñé con él, soñé que me hablaba y no pude recordar lo que me decía en el sueño y me puse a llorar. Bueno, ahí dándole vuelta esa noche de domingo empezó a nacer ese texto, pero… no sé, yo lo que sí tenía era mucha lectura encima, pero a Lai lo considero mi maestro porque me enseñó a escribir de la nada, y me gusta abanderar e inculcar lo que él decía: que hay que leer mucho más de lo que uno va a escribir. Y en lo de Lai, cuando fui a su taller, no es que quería ser escritor, quería escribir. De hecho, me consideré escritor cuando tuve que hacer el pasaporte, antes pensaba “escribí un libro, escribí una novela”. Pero bueno, después ya esto te gana y va por ese lado… aunque obvio que era lindo cuando a él le gustaban los textos que uno escribía y verle su entusiasmo, pero después había otras cosas que por ahí a él mucho no le copaban, o lo que fuera, pero te decía que estaban bien. Así que nada, es importante también ver eso en la persona que te está enseñando. Entonces, a la vez, creo que Lai no fue el principal motor por el que quise ser escritor.

Algo que me interesa mucho en tus libros es el tema de las dedicatorias. Así como Saer le dedicaba sus novelas a los amigos, vos se la dedicas a la amistad y a la familia, pero también a la música y al cine. Me parece que ahí hay una especie de declaración de principios, una vindicación de la cultura pop, del western.
Sí, en las dedicatorias tiene que aparecer gente querida y gente que tiene que ver con ese libro, ¿no? Y obviamente está mi familia, obviamente está mi compañera, ya va a aparecer la historia que yo diga “está es para mi hermano”, pero después sí, a mí me encanta el western, es mi género favorito, y también la música pop, la cultura pop, y me gusta citarlos. No por una cuestión de pose, ni de hacerme el loco, sino porque es lo que a mí me enseñó a narrar.
Y así como tus historias tienen eso de sábado de super acción, también está la sincretización con la oralidad del conurbano, es como si esas historias podrían pasar acá, como si pusieras al hombre suburbano de Bruce Springsteen a caminar por la Matanza, me parece que la originalidad de tu prosa está en ese cruce. ¿Lo ves así?
Bueno, uno necesita del asidero de verdad para crear la ficción, ¿no? Esas cosas que alguien va a reconocer. Por eso apelo muchísimo a el tema de dónde vengo, a barrio Los Pinos, a Casanova, a la Matanza, pero también me quiero correr de intentar, por más que haga ficción, reflejar un realismo duro. Y ahí es donde me parece que es importante esa paleta de colores en la que entran los gustos de uno, para mí es un piropazo lo que me decís de Bruce Springsteen, porque tal cual, no te digo los videos de él, pero sí su forma de andar, lo que me generaban sus canciones, que no son lo mismo si lo escucha alguien en New Jersey o en alguna ruta en el centro de Norteamérica que alguien que toma el Sarmiento o el 317 o patea por las calles de mi barrio. Lo importante es que nos llegue a todos por igual, ¿no? Y que también a cada uno nos genere algo único.
Pienso que si bien lo que más escribís entraría en lo que es el género policial, tus historias pueden tener un estilo tipo western como Chamamé, que ganó el Hammet, o tener un ojo puesto en la fantasía como Kryptonita, o coquetear con el terror como en Hacé que la noche venga, también escribiste un libro infantil como Sopapo. ¿Cómo trabajas con los géneros? Porque parece que los estiras.
Creo que todo lo que hago tiene como columna vertebral al policial. De ahí, para no repetirme, es que empiezo a coquetear con los otros géneros. Cuando me llevaron a la semana negra de Gijón y tuve la suerte de ganar con Chamamé el premio Hammett ahí usaban una palabra con la que me fui amigando con el tiempo que es el “híbrido”. Y decían que en ese aspecto el policial toleraba muchísimo ese coqueteo con los otros géneros literarios y poder hacerlos así de verosímiles, que el lector crea en eso que estamos narrando.
Me acuerdo que hace unos años le escuché a Mairal decir que ver Una noche con Sabrina Love hecha película al principio lo traumatizó, y con el tiempo tuvo que soltar y entender que película y libro son diferentes. ¿Cómo fue que para vos la experiencia de que adaptaran Kryptonita al cine? ¿Qué te pasó cuando la viste?
Uy, lamento lo que me contás de Pedro… Lamento mucho cuando un colega cuenta que fue una mala experiencia la transposición al cine de una novela, de un libro o un relato, porque mi experiencia con Kryptonita fue tan feliz, tan festiva, tan hermosa. Fue algo impresionante. Pero no solo verla en el cine y tantas veces, sino haber estado ahí en el rodaje, haber visto las cosas que se hacen para que después pueda salir esa magia. Y nada… le voy a estar eternamente agradecido a esa experiencia y a Nicanor Loretti y a toda la gente que estuvo involucrada por tanto amor que le pusieron a hacer esa película.
Contame de tu relación con los tatuajes. ¿Por qué te tatúas tus libros?
Estando en la mala conocí a aun tatuador, Leonardo Monesuelas, que lo primero que me pinchó fue el nombre de mi hijo. Después en las charlas que se dan durante la sesión de tatuaje pasa algo a muy como lo que fuera estar en terapia, uno va charlando de la vida, se va conociendo. Y yo en ese momento le conté lo mal que estaba, que no podía escribir, que estaba trabado con una novela, y él me preguntó cómo se llamaba y así le conté que quería titularla Chamamé. Entonces él me dijo “yo te pinchó bien grande en el pechó Chamamé y vas a ver que cuando te levantes y te lo veas vas a decirte que te tenés que poner a escribir, porque va a ser un bajón si alguna vez estás con alguien y te preguntan por qué te tatuaste en el pecho Chamamé y vos decís por un libro que no terminé de escribir”. Esas cosas que estábamos ahí al pedo y él me lo hizo de onda y de verdad quedó bien grande ahí. Y fue eso, verse en el espejo y decir “tengo que terminarla, tengo que volver a esta novela”. También lo de los tatuajes viene por ese lado de que son como hijos los libros, ya que tenía tatuado el nombre de mi nene, dije “bueno, me los voy a empezar a tatuar a ellos también”. Ahora tengo un par de otras cosas que creo que también me representan que son cuatro verbos que me dijeron que tengo a la hora de ponerme a escribir. Y también los próximos que me quiero hacer son el mapa de la Matanza y el mapa de Paraguay.
Sé que tocás como DJ y quería que me cuentes de ese costado artístico que está medio al margen de la literatura, ¿qué es lo que te estimula de pasar música?
A mí lo que siempre me gustó fue ir a bailar. Bailar, en donde sea, no necesariamente en un boliche. Y esa conexión con la música y con la gente, amanecerte y que te doliera todo el cuerpo por haber estado horas tirando pasos. La verdad es que medio de rebote se fue dando que empecé a pasar música en cumpleaños de colegas y amigos. Todo arrancó más o menos en el cumpleaños de la pareja de Selva Almada, que esa noche mientras estaba bailando, ¿podés creer que me esguincé? Entonces en lugar de seguir bailando, porque no podía, agarré las cosas y empecé a seleccionar música yo. Después, durante los finales de semana de rodaje, sabíamos cómo improvisar fiestas en el set de Kryptonita, y una noche me tocó a mí y justo fue la jornada, la madrugada, en que vino a hacer su cameo Esteban Lamothe, y Esteban al año arrancó un festival, el “Ruchofest”, en el que quería tener tres DJ no tradicionales, entonces me invitó y yo acepté y estaba muy, muy nervioso, pero después por suerte la cosa salió y aprendí mucho de los otros dos compañeros con los que pasábamos música todas las noches del festival, Nahuel Ugacio y Rodrigo Mayorga, “el Toro”. De ahí a cosas más informales que me iban llevando y después con una platita de la serie me fui equipando, aprendí a usar bien mezcladoras y me di cuenta de que me especializaba en rock&roll old school, música disco, 80’s, 90’s y latinos pecaminosos, también mucho hair metal y bueno, ahí vamos viendo de acuerdo a la noche y de acuerdo a la gente lo que sale.
Sos del ’73, igual que Selva Almada, Mariana Enríquez, Marcelo Luján, los que me vienen a la cabeza. ¿Lees a contemporáneos? ¿Cómo te llevas con otros escritores?
Yo principalmente leo a todos los colegas que son este momento, tengo que andar con algún mambo, alguna obsesión o incluso algún trabajo como para encarar un libro que sea de un colega de otra época. Te diría que hasta incluso leo un montón de autores nacionales antes que extranjeros. Y obviamente leo a los escritores que me decís, Selva es una hermana, Mariana Enríquez me encanta lo que hace y tenemos muy buena relación, y bueno, el Chelo Luján allá en Madrid donde tiró el ancla pero siempre va a ser de acá, del Oeste.
¿Para cuándo Aquelarre? ¿Para cuándo el final de la saga de la Víbora Blanca?
Y Aquelarre espero poder escribirla el año que viene. Con todo lo lindo que pasó de la película, después la serie, era difícil volver a escribir ahí. En el medio escribí una novela que va a salir el año que viene, Ultratumba, y bueno, también estoy terminando de escribir un libro que se llama Spaguetti western y va a ser sobre italianos que sonaron en Isidro Casanova, viste, desde Rafaela Carrá, el italo-dance, el italo-disco, Eros Ramazzotti, la canción del mundial 90’, toda una selección así, alentado por una colega, Acheli Panza, que siempre me dijo que tenía que escribir mis 31 canciones como las escribió Nick Hornby. Yo quise hacer mi selección, mis 11, pero esas que no serían las habituales que uno mostraría de su cosa melómana. Y me gustó ir por ese lado, y tengo la suerte de tener buena relación con Leandro Donozo, editor de Gourmet Musical, y él hace rato me venía ofreciendo escribir algo sobre Bon Jovi, Bruce Springsteen o Creedence para una colección que tienen dentro de Gourmet que se llama “Por qué escuchamos”. Ahí salió un librazo de Luis Sagasti sobre Led Zeppelin y, bueno, me pareció que por ahí estaba piola hacer otra cosa así. En “Verano 12” salió un adelanto de una canción que se llama “Valentino mon amour”, de Alan Ross, que es del italo-dance, el italo-disco, y más o menos por ese lado vamos a ir. Pero bueno, después de todas estas vueltas veremos si volvemos con Fátima y con la víbora blanca.
Foto portada La Coop editoriales