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Luciana Sousa: “La muerte siempre le da otro sentido a la experiencia”

Luciana_Sousa_entrevista
Foto: Carla Masella

Luego de Luro, su grandísima primera novela, publicada por primera vez en 2016 por Funesiana y vuelta a publicarse en 2018 por Tusquets, Luciana Sousa publica ahora Cuando nadie nos nombre, su segunda novela, en la misma casa editorial que la última vez. Si bien su nueva novela tiene algunos puntos en común con la primera (espacio, atmósfera, primera persona, joven protagonista), esta, a diferencia de la anterior, más abstracta, es una hermosa novela minimalista en el sentido de que se mete mucho más en el universo de la protagonista, en su historia mínima (madre, padre, abuela, abuelo, novia, hermano, todos tienen su momento).

La novela cuenta la historia de Ana, una treintañera que al enterarse de la muerte de su abuelo vuelve a la casa de su pueblo natal, un pueblo perdido de La Pampa, después de más de diez años viviendo en Bariloche, lugar en donde convive con Mara, su novia. En ese pueblo, en esa casa de la infancia, se reencuentra con su madre y su abuela, que ya grande y cansada tiene la memoria resquebrajada (a veces vuelve, a veces se va, aunque nunca del todo, porque la abuela lleva la memoria en el cuerpo). Tres generaciones de mujeres que siguen de pie unidas por una historia en común.

Como sucedía en Luro, Sousa, ya una exponente de la literatura de provincias, usa el espacio, esos lugares desolados, esa pampa amplia, a su favor, y lo hace con una prosa sensorial, sobre todo en lo visual; quiero decir, Ana percibe, observa lo que se le ofrece a la vista, y nosotros lectores observamos con ella (el sol hiriente, el campo sembrado). «Observamos el mundo una vez sola, en la infancia. Lo demás es recuerdo», escribe Louise Gluck, y es algo que aplica perfectamente para Ana, que mira para recordar lo que fue, aunque el recuerdo no sea verdad, aunque esté distorsionado. Como le dice su madre: “la historia se hace de olvidos”. O mejor, como le dice Mara: “solo con imaginación podemos evocar sin melancolía”.

El peso de la novela, su potencia, está puesto en la mirada de la protagonista que, casualmente, vuelve a un pueblo que se llamó Miró. Un pueblo que, casi un siglo atrás, desapareció, que se tragó la tierra a los diez años de haberse construido y se convirtió en otra cosa, mutó, una historia que dialoga directamente con la historia familiar de Ana, que diez años después de haber huido vuelve a su pueblo diferente. “¿Cómo se esconde la historia de un pueblo durante tanto tiempo?”, se pregunta Ana al principio, pero si en lugar de un pueblo ponía uno la pregunta funcionaba igual. ¿Es posible olvidar con tanta fuerza? Ana sabe la respuesta.

Algo que sobresale es el talento de la autora para narrar el tiempo lento (los días que se acumulan casi idénticos, la quietud), así como la sutileza para narrar ese léxico familiar tan particular, lleno de silencios; su lenguaje propio parece no estar hecho de palabras, sino de miradas, de gestos, entendiéndose sin hablar. Un ejemplo: las tres saben que mirar el paisaje que las rodea es sanador, no hace falta que se lo digan. Los diálogos en la novela son pocos y están dosificados; de hecho, la persona con la que Ana más habla no es un familiar, sino Mara y es por celular. El futuro, parece claro, está en otro lugar.

Es muy potente también el contraste entre los recuerdos de Ana, que durante toda la novela no hace más que recordar, que reconstruir su pasado, con los desvaríos de su abuela; mientras una va perdiendo la memoria, la otra la va recuperando. Y es a mitad de ese camino, en esa casa familiar en venta (una casa que se vende es como una persona que se pierde), convertida en un hospital de campaña, en el que la abuela le hace un pedido terminal a la nieta.

Cuando nadie nos nombre es una bellísima novela de memoria y duelo, de dejar ir (una casa, una abuela; en fin, la infancia), pero también sobre saber perdonar (a la madre, al abuelo, a una misma). Una novela que piensa a la muerte (un silencio total, una casa vacía), natural o deseada, tardía o temprana. ¿Cómo se afronta? Mirándola a la cara, como las tres mujeres, esa tribu que duela la ausencia, ven caer el sol, ven apagarse el día, al desamparo del cielo. Sabiendo, claro, que después de todo atardecer, como canta Cerati, vendrá un nuevo amanecer.

Cuando nadie nos nombre_Luciana_sousa

***

¿Cómo nació la novela?

Empecé a escribir la novela poco después de que murió mi padre. Yo venía escribiendo un diario de su internación, una especie de ejercicio que me permitía representarme eso que iba pasando, de asimilarlo, de algún modo. Pero al tiempo lo dejé, y una tarde me senté y empecé a escribir sobre ese vínculo entre una nieta y una abuela, un vínculo extraño para mí que hace muchísimos años perdí a mis abuelas. Me interesaba la situación de “umbral” que en ciertas personas muy mayores empieza a aparecer, con la cercanía de la muerte, y la posibilidad de acompañar ese momento, que es tan natural, en apariencia, pero también es muy difícil de afrontar. Y así llegué al primer tema de la novela, su primer conflicto. Y la historia familiar.

Pensaba en la abuela de la protagonista, en su desmemoria, y cómo la historia (de una familia, de un pueblo, de un país) trabaja así: a veces recuerda, a veces olvida. ¿Lo pensaste de esa manera?

No lo tuve tan claro desde un principio, eso lo fui encontrando mientras escribía. Es el tipo de lecturas que se pueden hacer con cierta distancia al momento de escribir. Mientras escribía no lo pensé. Sí empecé a darme cuenta que la memoria iba ocupando un lugar muy protagónico, y que había tensiones entre lo que se recordaba y lo que se olvidaba, que creo que es lo más natural en cualquier historia. Pensé también que estaba el riesgo de hacer una novela sobre el pasado y, en cierto sentido, muy melancólica. Y sí en un momento traté de proponer una fuga hacia adelante, un futuro, que es el vínculo con Mara y la casa que construyen juntas. De hecho, en contraposición con Ana, para quien el pasado tiene un peso tan fuerte, e implica tantas limitaciones y miedos, Mara no conoce su origen.

Por otro lado, mientras la abuela va perdiendo la memoria, Ana, en contraposición, la va recuperando; de hecho, en su vuelta al pueblo no hace más que recordar, que reconstruir su historia a través de la mirada (suya y de otros). ¿Creés que la memoria es el mundo que construimos?

Totalmente. La memoria es una construcción subjetiva, y muchas veces no tiene nada que ver con los hechos. Es una elaboración muy personal sobre una experiencia. Por eso es tan importante la memoria colectiva, la memoria de los otros. Porque nos pone en crisis constantemente, nos saca de la certeza. Y también es importante el registro, que en la novela aparece en los documentos, en los fragmentos de ese pueblo que aparecen en la tierra removida, en lo que se anota. Hay en los personajes cierta conciencia de la fragilidad de esa memoria.

Algo que resulta muy interesante es cómo el espacio (el pueblo, la casa) en la novela funciona como personaje, lo que también sucedía en Luro. Digo, Pedro Luro se parece y no a Mariano Miró, se parecen en paisaje, pero difieren en función. ¿Qué trabajás en el espacio?

No creo que el lugar donde se desarrolla una historia sea un mero espacio, un escenario. Nunca lo es, al menos para mí. Hay algo de lo espacial que se juega en las dos novelas, como decís, aunque creo que, en el caso de Miró, hay una búsqueda deliberada por entramarse con la historia, por generar un diálogo. Y para mí fue muy importante poder viajar y apoyarme en documentos, testimonios, fotos. Porque la novela fue escrita en pandemia, cuando la movilidad estaba muy limitada. Hay toda una parte que la trabajé desde la distancia, pero hubo otra tanto o más importante que se dio ahí. Yo no soy oriunda de Luro, ni de Miró, así que mi acercamiento es a través de la percepción, de mi mirada, que es de cierta extranjería, de la sorpresa, pero que por eso se asienta más en elementos concretos como los colores, las texturas, los olores.

Hablando de Miró, la novela cuenta algo real: la historia de su desaparición, de su olvido; y la historia del pueblo se lee como la de la familia de Ana. ¿Cómo pensaste ese cruce de realidad y ficción?

Me encontré con Miró cuando tenía la historia familiar casi cerrada. Buscaba un espacio más o menos rural pero nunca me imaginé un caso como el de Miró. Cuando me encontré con esa historia, que me impresionó mucho, me di cuenta que había vínculos concretos en términos de la memoria/desmemoria, un diálogo posible entre lo particular, y lo comunitario. Cuando estaba escribiendo la novela llegué a una entrevista que Cristina Rivera Garza le hace a Donna Haraway, que me marcó mucho. Dice Donna Haraway: “Hay que ir a los lugares heridos, a los lugares arruinados, pero no hay que ir como lxs turistas o lxs escritores que se interesan sólo por nombrar el desastre, sino como seres en proceso de devenir otrxs, que convirtiéndose en otrxs pueden generar relaciones capaces de sanar”. Creo que mi mayor esfuerzo en relación a Miró estuvo ahí; no solo nombrar, sino generar algo más. Refundar una historia real a través de la ficción.

Si hay algo que pesa en la historia de las tres mujeres (hija, madre, abuela) es el silencio, lo que no se dice, que se siente a lo largo de toda la novela. ¿De qué manera opera el silencio en su lenguaje familiar?

El silencio es una forma de relacionarse, para esta familia. Y es una gran tensión en término literarios. Creo que hay algo de esa forma de vincularse que se mantiene hasta el final, porque efectivamente es un lenguaje, aunque también hay gran parte de esa tensión que va cediendo a lo largo de la novela, y que permite que estas tres mujeres, tan distantes en principio, tan cerradas, recompongan en cierta medida un vínculo, que creo que es totalmente distinto al que tenían en ese núcleo familiar originario. Por eso en cierta medida lo que me atrae de una historia familiar construida en torno a los silencios y secretos no es tanto cómo opera sino cómo se desarma.

Última. Uno de los temas que aborda la novela es el del duelo (del padre, del abuelo, de la casa) y la muerte, natural o deseada. ¿Pensar en el final nos obliga a mirar atrás?

La muerte siempre le da otro sentido a la experiencia. Para mí es fundamental pensar en el final. Y fue muy fuerte la experiencia de acompañar a otro (en mi caso, a mi viejo) hacia ese final. Sentir que estaba ahí para él, con él. La sociedad moderna tiende a ocultar la muerte, con múltiples mecanismos, porque tenerla presente nos ubica en otra posición con respecto a nuestro presente. Es como un faro. Y creo que, como lo fue el aborto, la discusión sobre la muerte asistida, o la eutanasia, van a protagonizar los debates de los próximos años. Y si bien no creo que la novela se meta de lleno en esta discusión, sí posibilita un diálogo, abre un canal, sobre el que, a mí, al menos, me interesa seguir hablando.

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